Pocas veces el cine de Francia entregó al mundo un realizador con tantas agallas. Hay que decirlo: digno hijo de Goerge Méliès, el hombre que llevó la imaginación al cine, Luc Besson, el director que sumó a Bruce Willis a sus huestes (El quinto elemento), el que conmovió con El perfecto asesino y estremeció con Nikita es una suerte de Alan Parker francés, capaz de prestarse a todo tipo de productos cinematográficos sin distinción de credos, géneros ni presupuestos.
Y aquí está, desenrollando su historia lejos de casa, en Buenos Aires, hacia donde vino en un viaje relámpago para promocionar su último film, Arthur y los Minimoys, una aventura animada en 3D que se combina con secuencias de cine tradicional. Besson lo pensó, lo dirigió, y pagó por su nuevo chiche 65 millones de euros, un presupuesto elevado dentro de Francia. Pero sus compatriotas no le dieron la espalda: sólo allí tuvo 6,5 millones de espectadores.
—¿Qué lugar siente que ocupa entre sus pares franceses? ¿Se siente querido, temido, envidiado?
—No me importa. Sólo me importa el lugar que tenga en el corazón de la gente, que me paren por la calle para decirme lo que sienten con cada film mío. Las películas son como la aspirina: no cambian la vida, pero permiten vivir más fácilmente durante dos horas.
Hijo de dos submarinistas que convirtieron el Mediterráneo en su base de operaciones, su infancia desconoció la literatura, los maestros del cine mundial y hasta la caja boba. Sólo sacaba muchas fotos, escribía, se ajustaba las antiparras y se sumergía en el mar. Su primer contacto con el cine fue mucho después, por casualidad, cuando metió la nariz en el rodaje de un cortometraje, cerca de su casa. “Allí me enamoré del cine... la pasión del director, el vestuario, toda esa gente bajo esa luz. Fue como ir a la trastienda de una pastelería y enamorarse del olor de la manteca”.
— ¿Cómo fue el pasaje del silencio absoluto del mar que rigió los primeros años de su vida hacia los ruidos del cine?
— No hay nada que haga más ruido que el silencio. El único, verdadero shock cultural lo tuve a los 8 años. Vivía al borde del mar, en Grecia, en Yugoslavia, y mis padres decidieron volver a París. Me encontré en una escuela, con 4 paredes alrededor. Fue difícil, no encajaba. Antes de eso había estado descalzo y en malla durante años. Recuerdo que los zapatos me dolían. En París, los árboles tienen una reja alrededor, entonces le pregunté a mi madre por qué los árboles estaban presos.
— Trabajó con actores y ahora también con dibujos animados. ¿Cuál de los dos le da menos trabajo?
—Es como jugar tenis contra el frontón o con una persona. El actor responde, hay intercambio. Los dibujos siempre están allí, no llegan tarde, tienen mucho menos ego, hacen lo que les digo. Pero tuve mucha suerte con los actores. Cuando nos encontramos por la calle nos saludamos, y todo está muy bien. Excepto con uno, pero no voy a decir quién.
—Si volviera a nacer en el cuerpo de alguna de las actrices que trabajaron con Ud., ¿quién le gustaría ser?
— Juana de Arco. No Milla Jovovich sino Juana de Arco, el personaje histórico.
Tuvo tres amores oficiales, que le dejaron cinco hijas. La primera, Juliette, nació durante su relación con Anne Parillaud, la protagonista de Nikita. De la unión con Maiwenn Le Besco nació Shana. El rodaje de El quinto elemento lo entregó a los brazos de Milla Jovovich, pero se separaron dos años más tarde, sin hijos. Y desde 2001, vive con Virginie Silla, la madre de Talia, Satine y Mao.
— ¿Con tantas mujeres a su alrededor, sigue pensando que “las mujeres son impredecibles como el mar” (Azul profundo)?
—Sí, todavía. Pero tengo mucho respeto por las mujeres. Son más fuertes que los hombres, tienen un lazo muy potente con la vida, porque la dan. Saben lo que vale. Los hombres hacen la guerra, matan con facilidad, porque no saben el valor de la vida.
No dejo de recordar que hoy, horas antes, le dijo a otro periodista que no estaba dispuesto a hablar de otras cosas que no fueran Arthur... Le cuesta mirar a los ojos, evita la mirada. Temo que ante cada pregunta me invite a retirarme.
—Siempre se dice que los franceses tienen problemas para manifestar sus emociones, ¿A usted le pasa?
—Para nada. Si fuera así, no habría tantos museos, monumentos, arquitectura, literatura.
— ¿En qué otro momento de la historia de Francia le hubiera gustado vivir? ¿Se ve cruzado, jacobino, discípulo de Moliére?
–Estoy contento con tener la suerte de vivir. Cualquier época me hubiera venido bien. En la vida siempre hay dos niveles. La vida real, de todos los días. Comer, estar bajo techo, tener trabajo. En esa tengo mucha suerte. Se ve por tevé mucha gente que no tiene esa suerte. La segunda vida es la que está en la cabeza. En la historia ha habido reyes desdichados y también vemos a menudo que hay chicos en las villas miseria que son felices.
—Si pudiera vivir en el fondo del mar, como Jacques Mayol, de Azul profundo, en qué ser marino quisiera convertirse?
–Delfin. Los admiro mucho. Son los amos del mar, no construyen nada, no rompen nada, son un ejemplo para los humanos. Para ser amo no hace falta romper. Tienen una buena filosofía: Comer, jugar y hacer el amor. Y las tres cosas me gustan.
—Se dice que la escasez de agua será el mayor problema del futuro. ¿Cree que la Argentina tiene una posición privilegiada en ese sentido?
—No, nadie podrá escaparse. En 20 años habrá una migración nunca conocida. Los que no tienen agua, trabajo, qué comer, no se quedarán donde están. Habrá un gran movimiento del sur hacia el norte y serán cientos de millones, no algunos miles los que se desplazarán. Para resolver la situación se debe achicar la brecha entre unos y otros. Las 800 personas más ricas tienen más dinero que los 800 millones más pobres. Si creen que no se van a mover, se equivocan. Hay que merecer el nombre de humano. Que los ricos fueran menos ricos y los pobres menos pobres. Es lo mínimo. Estamos matando la tierra y no podemos ir a otra.
De pronto veo el ancho salvavidas de su panza, que habla de la vida bien. Besson se sirve té en una taza blanca de Limoge, revuelve exageradamente con una cucharita de Plata Lappas, en el primer piso del afrancesado Hotel Alvear. Vino en avión propio, con piloto y dos asistentes jóvenes.
—¿Prefiere a Nicolas Sarkozy o a Ségolène Royal?
–No sé como es en otros lugares, pero en Francia debe haber un cambio de actitud: más ideas y soluciones. Por ahora sólo tenemos discursos.
—Alguna vez dijo que cuando llegue a la décima película se retiraría de la dirección. “Arthur” es la diez...
—Estoy contento con haber hecho diez. A los 18 empecé haciendo un corto y estaba orgulloso. No era bueno pero no me daba cuenta. Confundía el contenido con el logro de haberlo hecho. Se lo mostré a un amigo de 25 y me dijo: “No olvides algo: cuando no hay nada para decir es mejor cerrar la boca”.
El mundo en pequeña escala
Arthur y los Minimoys demandó siete años de producción, 100 dibujantes, 20 millones de imágenes. Se basa en los dos primeros libros de la saga Arthur, de cuatro volúmenes, escrita por Luc Besson, que en Francia vendió un millón de ejemplares y fue traducida a 34 idiomas. Es la historia de un niño que, gracias al diario que dejó su abuelo, misteriosamente desaparecido, descubre que en el jardín de su casa existe un reino invisible y subterráneo de seres diminutos, los Minimoys, en donde se esconde un tesoro que, desde luego, intentará conquistar. La empresa de Pierre Buffin, Buff Cie (Matrix, El club de la pelea, etc) logró unir en un universo visual congruente las escenas filmadas con actores y las generadas en 3D, a partir de maquetas que reproducían en escala de 1:3 el diminuto mundo de los minimoys, seres fantásticos del tamaño de un diente.
—¿Superaron la técnica de John Lasseter en Cars?
—El fue el primero que hizo películas en 3D, es el rey. Nosotros somos los más chiquitos, ¡pero cuidado con los hermanos menores!