Un terremoto recorre la espina dorsal de cualquier argentino a punto de contemplar una ficción en nuestras tierras desarrollada por extranjeros. Queda en la memoria aquella escena de X-Men que, al tiempo que un cartelito indicaba “Villa Gesell”, se mostraba la cordillera de los Andes. En Operation Finale los prejuicios se van disipando a medida que avanza la película que ofrece Netflix desde hace pocos días. Se nota que investigaron y lo hicieron bien, se nota que rodaron en nuestro país y le pudieron sacar el jugo, hasta con colectivos de la época –por más que hayan conseguido solo uno y se vea en todas las escenas siempre el mismo–. Salvo, quizás, por la escena en un bar, al mediodía, donde para aplacar el ojo turístico agregan a decenas de parejas bailando tango que le restan cualquier verosimilitud ante quien haya bebido un café y lo más llamativo que haya encontrado fue la cara de pocos amigos del mozo. Y también por las frecuentes referencias al 150º aniversario de la Independencia, cuando transcurre en 1960 y era el 150º aniversario de la Revolución.
Operation Finale posee un interés más profundo para el público argentino, porque cuenta el operativo por medio del cual los servicios de inteligencia israelíes secuestraron al prófugo criminal de guerra Adolf Eichmann en San Fernando, cuando trabajaba como capataz en Mercedes Benz (empresa por entonces “perdonada” por su lazo con el nazismo). En ese sentido, el film es bastante preciso, y muestra una sociedad, o al menos una fracción importante de ella –con curas, congresales y policías–, afines a las ideas nazis que encarnaba Eichmann. Nada nuevo para el argentino, por más que la mayoría haya preferido olvidarlo.
Más allá de ese cóctel efectivo de intereses, lamentablemente Operation Finale no logra explotar como drama. Se profundiza demasiado en la búsqueda de legitimidad de los secuestradores, y demasiado poco en la psicología de Eichmann, lo cual es más grave para el director ya que contaba con un genio de la actuación como Ben Kingsley –muy mal maquillado en las escenas de la Segunda Guerra Mundial–. Es como si la historia se hubiera estructurado para explicar por qué “los buenos” hicieron lo que hicieron, pero no muestra con contundencia lógica por qué no hicieron lo que podrían haber hecho –matar al nazi que los provocaba una y otra vez durante el cautiverio, incluso hablando de sus familiares a los que había ejecutado–, ni tampoco por qué un país compuesto mayoritariamente por personas que hubieran ido a parar a los hornos de gas poseía y posee admiradores del nazismo. Aunque eso último, claro, nos interese solo a quienes debemos padecer día a día esa realidad esquizofrénica.