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CRITICA

"El 52": teatro con atmósfera arltiana

Dos mujeres comparten un extraño concubinato y se desviven por encontrar una fórmula mágica que las salve de su oscuro transitar por la vida.

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Ignoramos si son pareja, hermanas, amigas o enemigas. Ellas dos conviven en un desvencijado departamento y tienen una actividad principal: apostar. Pero no lo hacen en un bingo con luces de neón. No circulan mozos, ni croupiers, tampoco se escucha el ruido metálico de las tragamonedas. Ese ambiente lúdico está sostenido por esa extraña pareja. Y si una de las dos se distrae, la otra, con precisión felina, le arrebata el botín y el mecanismo de mentiras y juegos recomienza.

Los arrugados billetes que aparecen en escena son sólo una muestra de la sórdida convivencia. Ángela recuerda nostálgica las épocas en que era una señora bien y le regalaban caros sombreros colombianos, entonces derrochaba sus fichas en los casinos flotantes. Ahora revuelve un cenicero oxidado para volver a encender el cigarrillo que apagó hace unos minutos. Está en el barrio de Once y sus deudos la persiguen.

Mientras tanto, el personaje de Myriam busca frenética una fórmula que decodifique las series de una mínima ruleta que acciona a cada paso para hacer saltar la banca en los casinos reales. A la manera de uno de los personajes de Los siete locos –obra magistral de Roberto Arlt escrita en 1923-, toma nota de las claves que la ayuden a sobrevivir en el desierto del azar y de la vida.

La obra crea un plano de fantasía desde la compulsión, las mentiras y los sueños traducidos en números de la quiniela. Ese espacio paralelo es construido con una lograda disposición de las luces y de los objetos escenográficos, pocos pero están bien utilizados.

Las actrices, Eugenia Alonso y Gaby Ferrero, ingresan en ese mundo enfermo y, cuando se distancian de éste, cuando necesitan salir a la calle o invitar a una tía para robarle un poco de efectivo, el ruido entre esos dos planos escindidos aparece. El trabajo de ambas es impecable, aunque en medio de ese desenfreno cotidiano falta una explosión que las contraste aún más con el mundo de carne y hueso del que se aíslan por medio de reglas y códigos propios.

El 52 puede verse en el estudio del maestro y director teatral Ricardo Bartís, quien dirigió hace ocho años ‘El Pecado que no se puede nombrar’, inspirado a su vez en el ‘El Lanzallamas’ y ‘Los siete locos’. Esta propuesta del grupo Ácido Carmín y dirección de Valeria Correa en cartel en el Sportivo Teatral, Thames 1426, los viernes a las 23.