La legendaria actriz norteamericana Joan Crawford, por cuya generosa cama pasó buena parte del Hollywood de los años treinta, cuarenta, cincuenta y lo que pudo de los sesenta, se quejaba de que su colega Loretta Young –una especie de Kloosterboer yanqui– tenía un currículum mucho más nutrido que ella y nadie se lo reprochaba ni la señalaba con el dedo acusador.
Mientras toda la prensa le endilgaba a Crawford el mote de devoradora de hombres, Loretta camuflaba su vocación depredadora bajo una apariencia angelical que la posicionaba como la novia favorita de América. Y en cierto sentido lo era.
Los dichos de la Crawford eran fundados: la inocente Loretta mandó al asador a cuanto galán se le cruzó en su glamoroso camino. De todas formas, de poco sirvieron las “denuncias” de Joan: la fama de santa de su compañera resultó inoxidable y perduró por décadas.
Parecidas. Igual que la Young, Marcela Kloosterboer pertenece a una clase particular de mujeres: aquellas que están más preocupadas por lograr que el hombre que desean pierda la cabeza por ellas que por hacer que cientos de cabezas giren a su paso. La manada no entra en sus planes. Si pasan delante de una obra en construcción, escucharán cualquier cosa menos guarangadas o piropos subidos de tono. Aunque acumulen amantes en cantidad, siempre ejercerán el rol de chica que todo hombre le quiere presentar a la mamá, deformación edípica masculina que tiene por objetivo conformar a una futura suegra desconfiada que, ante la presencia del angelito en cuestión, rezará para que su retoño salga vivo de la traumática experiencia de noviar con la mujer perfecta.