Si hay algo que caracteriza al argentino, es la alegría y la diversión; muchos sostienen que es propiedad del país vecino carnavalero. Pero no. No tengo pruebas, pero tampoco dudas de que el argentino siempre se las ingenia para levantar la cabeza, tragar saliva y reír. Ejemplos tenemos de sobra; desde el 1 a 1, las Lecop, la inflación, la hiperinflación, las promesas incumplidas, la ausencia de sus ídolos. Nos ha pasado de todo, todito, lo que se pueda llegar a imaginar para que un país esconda su sonrisa y chispa.
Al día de hoy es que nos reímos de nosotros y con nosotros: del que se pone el barbijo de hamaca de la papada pensando que le puede esquivar al bicho, del que teniendo el barbijo puesto se lo baja para toser y hablar (que es como si te pusieras un preservativo para chapar y te lo sacaras para “culear” –palabra del diccionario cordobés, que merece ser escrita, gritada, celebrada y perdonada, siempre–).
Nos reímos de esos negocios que le encontraron la vuelta al “gasto” del alcohol en gel. Porque hay dos tipos: el “caro”, que te lo ponés y a los dos segundos, ppff, desaparece, y después está el otro, ese que te lo ponés, y empezas a refregar y es todo viscoso, todo puaaaj, y pensás: “si a esto no lo cortan con Boligoma no se entiende” (ya empezás a mirar a los empleados como diciendo, como quien recuerda un viejo amor de verano permanente: “estuvieron hinchando los huevos con el pote, no me charlen a mí, que esto a los 16 años lo tuve en las manos, y no había pandemia, no había nada”).
Dicen que el humor salva y que las risas curan. Los argentinos no esquivamos ni un solo segundo esas frases. Estamos atravesando momentos de mucha incertidumbre y dudas, como las que nos surgen al momento de entrar a un negocio de ropa.
Esta “nueva anormalidad” (me rehúso a decirle “nueva normalidad” a no abrazar a mis abuelos, a mis viejos, no ir a la cancha, no tomar del mismo vaso de un amigo y de negarle un beso o abrazo a alguien) que estamos viviendo nos hace dudar al momento de querer entrar: hoy nos recibe un cartel que dice “Capacidad máxima tres personas”, y una mesita improvisada de alcohol en gel y del aparatito que mide la calentura del cuerpo. Ahí nos quedamos en la puerta, pensando y meditando, si la capacidad máxima me abarca a mí, a los otros clientes, más ellos y el seguridad, si habrá alguien en el probador. Yo siempre ante la duda me mando al negocio, y espero el reto de alguna empleada: “¡¿no ve que la capacidad máxima del local ya está colmada!?”. Y siempre les devuelvo mi mejor cara de póker, alegando que es mi “primer pandemia, que me disculpen”. Situaciones confusas si las hay.
Las Navidades del 2020 para comprar los regalos éramos un millón dentro de los locales. Parecían hormigueros, todos “a cocochito” para poder comprar el regalo. Se ve que el “bicho” se había vuelto a China a comprar regalos para sus creadores; que tampoco me parece tan mal, son más baratos y si los tuvieran que cambiar, les quedaría más a mano seguramente.
Lo loco sucedía después de Nochebuena: cuando querías ir a cambiar vos el regalo, el mismo al que entrabas como si nada durante todos los días previos a la llegada del “Niño”, ahí se acercaba nuevamente la vendedora con ínfulas de policía “¡¿No ve que la ‘capacidad máxima’ está colmada!?”. ¡Ah claro! ¿Y ayer qué? Éramos la peregrinación a la Virgen de Lourdes para pagar, y ahora me venís con el distanciamiento. “Tamos todos locos”. Ahí siempre les sale la sonrisa, y a gastar como Dios manda.
De eso se trata, gente, de mirar siempre el vaso lleno, y no medio vacío; de poner siempre una sonrisa, antes que un gesto puteable. De recibir lo que nos toque con un humor y comedia, de practicar la alegría en serio.
Los veo el sábado 20 de marzo en Paseo La Plaza, en el estreno de mi unipersonal Es un montón.
*Comediante y actor.