Corrientes y Paraná. No podría imaginarse en la Ciudad un lugar más pertinente para una cita con un músico de chamamé. En el bar que ocupa esa esquina de resonancias mesopotámicas, suele parar el acordeonista Raúl Barboza, que reparte el año entre Buenos Aires y París. “Es raro. Nunca me había dado cuenta. Te juro que fue sin querer”, se sorprende. Pero, además, Barboza, hijo de correntinos, acaba de grabar un CD, Dos improntus, con Oscar Edelstein, músico formado en la música clásica y nacido en Paraná.
Esa intersección, improbable pero cierta, se escucha también en el disco, organizado por las texturas contrastantes (y aquí afines) del piano y del acordeón. Acaso la imparcialidad con la que Barboza se acerca a esa otra tradición procede del cauce azaroso de su formación. “Soy autodidacta. Todo lo que hago es empírico, lo estudié de noche, a veces con Adolfo Abalos a las cuatro de la mañana, después de tocar. O viendo tocar a Hugo Díaz o a Dino Saluzzi. De cada uno aprendí algo. Pero no sé leer música y escribo con muchos errores. Saber hacer la “o” con un vaso no es saber escribir. Con todo, hice incursiones con Virgilio Expósito, estudié canto y practiqué yoga para que no me corra el estrés.
—¿Abandonó el yoga?
—Hago una especie de meditación. No soy un experto, pero como hombre grande y medio indio, sé que al final del día uno debe agradecer haber pasado el día, pedir que la noche se pase bien y agradecer el haber abierto los ojos. Eso lo hago siempre.
—Sus versiones del repertorio más tradicional del chamamé difieren entre sí. ¿Cuánto hay de improvisación?
—Todo. La vida es improvisación. Yo sé que voy a tocar, por ejemplo, Merceditas pero no sé si lo quiero tocar en Mi menor o en La. Uno lo resuelve mientras camina.
—En Dos improntus, habla del encontrarse en el otro. ¿Cómo fue con Edelstein?
—Tuve mis dudas. Yo hice música moderna desde los seis años, pero en Argentina no me daban la libertad de avanzar. Oscar fue muy generoso. Me mostró lo que hacía en el piano y fuimos directamente a grabar. Pero como yo no quería “primerear”, me puse abajo del sulki, porque sabía que él me iba a llevar bien, y si nos caíamos, nos caíamos los dos. Pero a fuerza de intuición pude vislumbrar lo que iba a pasar. Imaginaba sus caminos, sus silencios, sus fuertes.
Sobre ruedas. Barboza saca un grabadorcito en el que suena el canto de un zorzal. “Lo escucho todas las mañanas a las cuatro. Hoy lo estuve esperando. Ahora voy a buscar el tono.” Además de su virtuosismo rítmico, una característica de Barboza es la tentativa de incorporar a la música las voces y los ruidos del mundo. Lo hizo en El tren expreso, pieza en línea con la obra Pacific 231, de Arthur Honegger, cumbre del hechizo moderno por las maquinarias.
—Nunca escuché música clásica. Tren expreso salió de una broma. Me acordé del sonido de una locomotora que había oído en un viaje al Chaco. Ningún maestro de música te va a enseñar eso. Se llama “cluster”; para mí, era apoyar la mano. Imité lo que la vida me mostró. Veo lo que otros no ven y aprendo.
—¿Hasta qué punto el baile influye sobre la música?
—Música y baile son indivisibles. El baile significa una manera de tocar muy rítmica. Hay que ser sencillo. No se puede tocar con rubatos o síncopas. Cuando empecé a tocar, la gente me gritaba: “Con vos no podemos bailar”. No entendía. Yo le decía a mi mamá: algún día voy a hacer que el chamamé llegue también al teatro como el jazz y la música clásica. Todavía no era el tiempo. Pero la vida me fue preparando para cuando llegara ese momento.
En busca de la armonía
—¿Sintió alguna vez el desdén del público de Buenos Aires hacia el chamamé?
—Sí. Mirá, el guaraní es un hombre que considera que la palabra es un don para comunicarse con el espíritu y, por lo tanto, debe ser usada con respeto. Pero se nos obligó a desprendernos de nuestra lengua, y con la música pasó lo mismo. Al menoscabar una cultura, lo primero que se ataca es la música. Cuando mi padre me mandaba a estudiar, yo no entendía por qué había que acentuar en el primer tiempo si el chamamé y las chacareras se acentúan en el último. Nos hicieron creer que nuestra cultura no servía. A mí me decían: esa música no se puede escribir. Los hombres tenemos la posibilidad de hacer mucho bien y mucho daño. Dentro de las mías, yo elegí hacer el bien. Busco un rumbo, una brújula. Trato de armonizar lo desarmonizado.