ESPECTACULOS
Postales historicas

Siglo XX, cambalache y gloria

En junio del año pasado empezaron mis primeras charlas con Editorial Planeta. Me proponían escribir un libro con historias de notables de nuestro espectáculo hasta los años ochenta y pico.

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Fotogramas. Graciela Borges y Leonardo Favio se hicieron amigos del autor del libro. | CEDOC

En junio del año pasado empezaron mis primeras charlas con Editorial Planeta. Me proponían escribir un libro con historias de notables de nuestro espectáculo hasta los años ochenta y pico.

Hice varios bosquejos y decidí extenderlo a todo el siglo XX.

Ocurre que estoy ligado casi genéticamente al cine desde mi gestación, con mi madre que amaba Hollywood y se había casado con un vestido copiado al que usaba Claudette Colbert en una cinta. Decidí empezar entonces en la década del 40, cuando nací y escuchaba de chico lo que se decía en secreto o a voces de los actores.

Realicé un prólogo desde 1900 con el comienzo del teatro argentino con los hermanos Podestá e investigué nuestra Belle Epoque en la apertura de salas, figuras del cine mudo, lugares de placer, boites y visitas famosas hasta el surgimiento del gran mito argentino, Carlos Gardel, y su muerte en 1935.

En la década del 30, cuento cómo las cabareteras, encabezadas por Tania, iban a las madrugadas a las puertas del cementerio de la Chacarita a hacer brujerías y conjuros para lograr que la cantante Ada Falcón, tan admirada y rica que quemaba perfume francés para aromatizar su mansión en Palermo Chico, lograra que su amante, Francisco Canaro, dejara a su esposa, la francesa, para casarse con ella. El le había escrito el vals Yo no sé qué me han hecho tus ojos y ella despechada, en un arrebato místico, abandonó todo y se refugió en un rancho de un pueblito cordobés con su madre. Dormían en el suelo de piedra y Ada se entregó a Cristo y a purgar su pasado de pecadora: decidió que ningún hombre la viera, por eso apoyaba una bandeja en la puerta de la cabaña con dinero (vendió sus joyas) para que le dejaran comida. Nadie volvió a ver sus ojos malditos.

Seguí en cada década la situación política del país, el surgimiento de Eva Duarte y la cachetada que le dio a Libertad Lamarque, los actores gorilas que tuvieron que exiliarse durante el primer gobierno justicialista versus los peronachos que fueron prohibidos en el 55, consagrando entonces la primera grieta de la farándula.

A comienzos de esa década, Discépolo tuvo un hijo con una vedette azteca que no llegó a conocer porque Tania, su esposa, al enterarse, fue a buscarlo a México. A su vuelta, murió. El niño fue bautizado, con Luis Sandrini y Tita Merello (otra pareja emblemática) como padrinos. En los años sesenta el muchacho vino a Argentina con su madre a demostrar su filiación y le hizo juicio a Tania, y aunque lo defendió Tita Merello, llevándolo a la tele, radios y eventos, la viuda ganó la partida. El joven se fue sin nada y Tita, que se enojó porque su ex Sandrini no abrió la boca, se odió con Tania para siempre....

También en DF coincidían Hugo del Carril y Ana María Lynch, su mujer fatal: él le regalaba una alhaja valiosa cada vez que ella le cocinaba; fueron invitados por Libertad Lamarque y Alfredo Malerba, con fama de tacaños, a una lujosa cena... que en realidad era en una fonda barata.

Llego a mis comienzos en periodismo en los 60: mis primeros amigos del ambiente fueron Leonardo Favio y Graciela Borges, a cada uno de los cuales dedico un capítulo especial, junto con otra gente que me conmovió en mi carrera, como Alfredo Alcón, Isabel Sarli, Mirtha Legrand, Susana Giménez, Alejandro Romay, Amelita Vargas, Pinky, Manuel Puig, María Elena Walsh, Roberto Galán, Mercedes Sosa... y hasta Pepita la Pistolera, en cuya casa del puerto de Mar del Plata me alojé con Marta González (tenía un loro que cantaba la Marcha peronista mientras desayunábamos).

 Me sumergí en el mundo de las vedettes, en la mezcla milagrosa de sabihondos y suicidas discepolianos, en los perseguidos por la Triple A y la dictadura, y en los nuevos ídolos que surgieron con el restablecimiento de la democracia: siempre los gobiernos influyendo en la cultura y sus representantes.

 Me conmoví cuando el Facha Martel, víctima de la droga desde joven, me marcó la diferencia entre los que conocían cocó y morfina en los tiempos del tango, que tomaban de la buena y dormían todo el día, y los capos de la revista Alberto Olmedo y Jorge Porcel, abrumados por tanto trabajo, y Carlos Monzón y conocidos actores como Gianni Lunadei, Javier Portales, Julio de Grazia y Adolfo García Grau...

 Revelo secretos celosamente guardados: el noviazgo adolescente de Alfredo Alcón con María Herminia Avellaneda, la relación de Miguel de Molina, el primer marica asumido, con Federico García Lorca, y luego con Eva Perón: eran muy amigos, competían en coches, cosméticos, joyas y pieles, pero se peleaban cuando ella descubría que él visitaba a las oligarcas que la detestaban; un amor imposible entre Juan Carlos Mareco y Ana María Picchio, la muerte de Nélida Lobato oscurecida porque ese día Pinky y Fontana conducían el polémico show de 24 horas en ATC con el fin de recaudar fondos para Malvinas...y las confesiones de la hermana de la inolvidable vedette, que recordaba que en su lecho de agonía la visitaban Sandro y su pareja, Tita Rouss, ex de Olmedo

Estudié la edad dorada de los culebrones y recordé a las pioneras maduras que se relacionaron apasionadamente con jovencitos, para sorpresa y juicio de la sociedad.

Así fue transcurriendo el siglo: Susana y su gran amor de entonces, Corcho Rodríguez, lo despidieron con pocos amigos en un yate que navegaba por Miami y todos prometieron volver a brindar allí... ¡al irrumpir el siglo XXII!

 En esa vorágine de rostros de ayer y de hoy, de sus encuentros en lugares de onda, de sus diversiones y sus narcisismos exacerbados, descubrí que tras el maquillaje eran caras y caretas que me desestabilizaban. Despertaba a la madrugada con 8 años asustado por los altares de Evita recién muerta, con crespones y velas siempre encendidas en las noches de mi barrio; o gritando ahogadamente porque compartía las terribles muertes de Julio Sosa o Rodrigo. Después del esplendor, los espectros sufrían y se desvanecían melancólicamente; la gloria era efímera y no serían “eternos los laureles que supimos conseguir”.


*Autor del libro Un siglo de secretos en el espectáculo, Editorial Planeta.