La cita es en una confitería tranquila, donde se siente como en el living de su casa. Allí desayuna y se permite tiempo para leer. Confiesa que nunca lo convocaron para dirigir una comedia musical, género que ama y vive como “una deuda pendiente”. Está agradecido por todos los proyectos que baraja para el próximo año, aunque aún no tenga certeza de cómo manejará la adrenalina para compartir dos estrenos en la misma semana del mes de abril: Tres de corazones, en el cine y Un enemigo del pueblo, de Ibsen, en el Teatro General San Martín.
—Siendo un hombre de teatro, se lo vio poco por el San Martín...
—Esta vez me convocó Kive Staiff. Mi primera intervención en ese teatro fue como actor, haciendo Subsuelo de Eichelbaum. Después dirigí Concierto aniversario, de Eduardo Rovner, pero en la década de los 80. Esta será mi segunda puesta en escena.
— ¿Teme que los discursos que hace el protagonista de Ibsen se confundan con los de la carrera política del propio Luis Brandoni?
—No son los mismos textos. Por lo pronto nunca escuché a Brandoni en un discurso político. Tanto Kive Staiff como yo sabíamos que él quería el papel.
—¿Ve teatro?
—A mi juicio lo mejor que tenemos es el teatro alternativo, por su diversidad. Lo que hacen Ricardo Bartís, Daniel Veronese, Rafael Spregelburg, Federico León, Claudio Tolcachir o Gabriela Izcovich. Sin embargo, esta admiración no es recíproca. Ellos sienten que lo mío es deleznable. Hay una mirada desdeñosa para los que tenemos más de 40 años. Lo vivo como un prejuicio. Es un fenómeno que se da desde hace diez años. Se valoriza lo nuevo, por lo nuevo. Pasa también en el cine, se prioriza la innovación. Hay cierta desconfianza por todo aquello que puede ser entendido por muchos. A mí, como espectador, no me gusta todo, pero disfruto con estéticas diversas, con miradas diferentes a la mía.
— ¿Cómo ve el cierre del Colón por un año?
—Creo que debería estar cerrado más tiempo. Necesita reformas muy importantes. A nivel tecnológico estaba atrasado. Esta necesidad ya se la había planteado a los distintos intendentes y jefes de Gobierno que tuve. La pérdida de la autarquía económica complicó los proyectos, porque la dependencia con el Ministerio de Hacienda nos transforma en mendigos. Pero ya no me gusta hablar del Colón, son experiencias dolorosas.
— ¿Le sigue pesando haber sido el primer director argentino nominado para un Oscar (La tregua, 1974 )?
—Duele cuando uno hizo muchas películas y la mirada exterior sólo se particulariza en la primera, aunque hubo otras mejores. No puedo modificar el dato objetivo de la realidad, pero ahora convivo con ella mucho mejor.
—¿Se arrepiente de alguna de sus películas?
—Sí, por supuesto. Me arrepiento de La fiesta de todos (1978); es la llaga de mi carrera. Fue una de las dos películas que me fueron propuestas, la otra fue La soledad era esto (2001). Mi relación con mis filmes no es sólo amorosa. Cuando los veo –pocas veces lo hago completamente–, me enojo mucho.
—¿Qué quiso contar en Tres de corazones?
—Una historia apasionada. El nuevo cine argentino tiene como estética darle poco espacio a los sentimientos, más bien los sofoca. Mi película tiene personajes que reciben más de lo que expresan, pero casi todos son volcánicos, explosivos, como los mejores y peores sentimientos de los hombres. Amo la sutileza y la ambigüedad, cuando son poéticamente expresivas, pero no tengo reparos ante la sentimentalidad y lo expresé incluso en un film que llevó ese título (Sentimental,1980).
—¿Por qué cambió a Fabián Vena por Nicolás Cabré?
—Este proyecto tiene tres años de existencia y en el primer elenco estaba Fabián, pero las postergaciones por problemas económicos y por mi salud, hicieron que se le superpusiera el compromiso de hacer teatro.
—¿Cómo llegó Mónica Ayos al elenco?
—La elegí por sus dotes interpretativas. Tiene una enorme sensibilidad, es talentosa, espontánea, sincera, todo muy infrecuente en el ambiente, sin olvidar su disciplina de trabajo. Su personaje tenía escenas de striptease, por lo cual su relación con el baile me facilitó el trabajo.
—¿Y la televisión?
—No nos queremos. Hay una degradación de la sociedad que hace risible la posibilidad de hacer las adaptaciones de grandes novelas universales que yo hice. La asociación prejuiciosa entre cultura y aburrimiento es tan fuerte como falaz. Desde luego que hay cosas aburridas, pero los que lo viven así pierden mucho como consumidores. La televisión, en cambio, representa hoy los elementos más deleznables de la sociedad. A veces no me resulta cómodo el mundo en el que vivo.
—¿Qué haría usted?
—Buenos textos, con buenos actores y buenas producciones. Vulnerables sería un modelo posible, porque Adrián Suar es muy talentoso. Pero en general, en lo temático, predomina el trazo muy grueso, con una presencia constante de la grosería, vivida como si fuera la libertad. Sin embargo, en cierto momento se convierte en un vómito imparable de lo peor de la condición humana.
—¿Después de su enfermedad cambió los hábitos?
—El origen de lo que me pasó fue el estrés. Pero al sentir que los tiempos se acortan, mi necesidad de hacer es mayor. Tengo la dicha de poder proyectarme en el teatro, en el cine, en la ópera y ahora también en la zarzuela (acabo de dirigir La verbena de la Paloma, en el teatro La Zarzuela de Madrid). Aunque no esté indicado por la sabiduría, necesito creer que mi motivación fortalece mi salud.