Por José María Chaher
Director de la consultora Team-Noia. Ingeniero industrial (ITBA). Posgrado en Dirección Estratégica de Recursos Humanos (IAE). www.team-noia.com.ar
Hay señales sutiles que revelan la toxicidad de una cultura: los silencios incómodos, la falta de humor, la ausencia de feedback, la adaptación sin entusiasmo. Aunque los indicadores numéricos digan lo contrario, estos síntomas desgastan la salud organizacional.
A lo largo de los años acompañando procesos de transformación en organizaciones, he visto una y otra vez cómo, pese a las buenas intenciones del liderazgo, ciertas culturas tóxicas se perpetúan. ¿Por qué? Porque hay patrones inconscientes que operan como pilotos automáticos. El más común de todos es el miedo: al error, al juicio, al conflicto, al cambio. Ese miedo se traduce en control, desconfianza, rigidez, y una desconexión profunda entre las personas que integran los equipos.
Lo que ocurre en una empresa no siempre empieza ahí. Muchas veces, las relaciones laborales disfuncionales tienen raíz en nuestras historias personales. Es muy común ver personas que buscan la aprobación de su jefe como si se tratara de una figura paterna, o que se rebelan ante la autoridad como lo harían frente a una madre exigente. El entorno corporativo, sin darnos cuenta, activa vínculos no resueltos de etapas tempranas de nuestra vida.
En mi trabajo integro herramientas como el Eneagrama, Hogan Assessments, TTI Insights, dinámicas sistémicas y coaching ontológico, entre otras. No para encasillar a las personas, sino para visibilizar lo invisible. Porque no se trata solo de cambiar lo que hacemos, sino de transformar el lugar interno desde el cual actuamos.
Una de las prácticas que considero fundamentales es lo que llamo “contemplación en acción”. Es actuar desde un centro más calmo, más presente, más lúcido. No se trata de volverse pasivo, sino de integrar momentos de pausa y reflexión en la vida organizacional. Dejar de reaccionar desde los automatismos, para poder responder desde un lugar más consciente.
En este camino, suelo escuchar la pregunta: ¿cómo equilibramos el foco en resultados con la construcción de un entorno humano? Para mí, no es una contradicción, sino una sinergia. Los equipos que cuentan con líderes conscientes, relaciones sanas y confianza genuina, son los que logran resultados sostenibles en el tiempo.
Recuerdo especialmente un proceso en una empresa industrial donde, gracias a la aplicación del Hogan, identificamos un estilo de liderazgo que estaba afectando la seguridad psicológica del equipo. No había intención dañina, pero sí un patrón de desconfianza y rigidez que necesitaba ser abordado. El diagnóstico fue clave para abrir una conversación honesta y trabajar sobre una nueva forma de liderar, con mejoras notables en la retención y el clima.
Ahora bien, transformar una cultura no es fácil. A veces, incluso cuando las organizaciones reconocen su toxicidad, el miedo a lo que implica cambiar es más fuerte que el deseo de mejorar. Por eso, el primer paso siempre es validar ese miedo. Luego, invito al liderazgo a preguntarse: ¿qué ya no estamos dispuestos a tolerar? ¿Qué sí estamos dispuestos a sostener, incluso cuando duela?
Las culturas se transforman cuando dejamos de ejercer poder sobre los demás, y empezamos a ejercer poder con los demás. Cuando dejamos el control como única estrategia, y empezamos a confiar, a abrir diálogos reales, a generar espacios de feedback genuino. Y cuando el liderazgo —ese que define el clima emocional de toda organización— se anima a mirarse, a reconocer sus propias sombras, a crecer.
Por eso, insisto: la autenticidad no se logra con slogans, sino con coherencia. No se trata de poner clases de yoga o repartir frutas. Se trata de revisar cómo nos vinculamos, cómo lideramos, cómo habitamos el trabajo. Y eso empieza —siempre— por casa.
Las culturas se transforman cuando dejamos de ejercer poder sobre los demás, y empezamos a ejercer poder con los demás. Cuando dejamos el control como única estrategia, y empezamos a confiar.
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