La organización de un megaevento deportivo suele ser acompañada por una promesa de boom económico: de esta manera, políticos, empresas y consultoras destacan que la atracción de turistas, el inicio de grandes obras de infraestructura y la proyección de una buena imagen del país como un lugar para hacer negocios mejorarán los indicadores comerciales y financieros del anfitrión.
Pero, a pesar de algunas pocas excepciones, esto no ha sido así. Uno de los principales problemas está dado por los elevados costos para construir infraestructura deportiva. Estadios de fútbol, gimnasios y piletas de natación deben cumplir exigentes requisitos para su aprobación y requieren grandes sumas de dinero para su posterior mantenimiento –cuando no se convierten en “elefantes blancos” fastuosos y subutilizados en el futuro–.
El aluvión de turistas tampoco suele ser tal. El economista Andrew Zimbalist destaca que algunas sedes mundialistas y olímpicas han tenido un modesto aumento de los ingresos provenientes del turismo, mientras que otras experimentaron una disminución. Además, resulta difícil medir el impacto económico del flujo del “turista deportivo”, cuyo comportamiento es diferente al visitante tradicional ya que, por ejemplo, asiste menos a teatros, museos y conciertos.
Un ganador económico del Mundial de Rusia 2018 será China, ausente entre los 32 participantes. Si bien su progreso futbolístico todavía es pobre, los miles de muñecos, remeras, gorras y banderas que se comercializan durante el evento se producen en fábricas chinas, que tienen acuerdos de exclusividad con la FIFA. Y no se trata sólo de souvenirs: de China proceden también grúas para construcción, vagones de subterráneo y equipos de telecomunicaciones utilizados para la puesta a punto de los megaeventos deportivos.
Los grandes patrocinadores –socios de la FIFA y el Comité Olímpico Internacional– aprovechan estas plataformas de difusión mediática para su posicionamiento comercial. Pero los grandes triunfadores económicos de estos megaeventos deportivos son las federaciones deportivas internacionales, que acaparan la mayor parte de un negocio dado por el patrocinio, la venta de tickets y los derechos de televisación.
Para la Copa del Mundo en curso, Vladimir Putin se ahorró crear expectativas sobre multitudes de turistas ansiosos por comprar vodka y matrioshkas. La inversión de más de 14.000 millones de dólares apunta a garantizar una organización sin fisuras y a oxigenar la reputación del país, jaqueada en Occidente por la anexión de Crimea y el manejo de derechos del colectivo LGTB y, en materia deportiva, por la suspensión de atletas por dopaje y la mala reputación de sus hinchas en la Eurocopa 2016.
Ya los Juegos Olímpicos invernales de Sochi 2014 supusieron una fenomenal erogación de fondos públicos, sin un impacto económico favorable para Rusia, en una apuesta que apuntó más a una operación de propaganda y posicionamiento geopolítico que a una planificación que permita un retorno de la inversión financiera.
Un aspecto menos estudiado pero que señalan algunas investigaciones tiene que ver con la producción de bienes intangibles: durante el certamen en cuestión la población del país anfitrión se beneficia no por cuestiones como el crecimiento de las exportaciones ni por la mayor productividad de la economía sino que es más feliz, socializa con mayor intensidad y tienden a reducirse las diferencias sociales, tal como ocurrió con el Mundial de Rugby en 1995 en Sudáfrica.
Por todo esto, la posibilidad de ser sede de otra Copa Mundial en 2030 –junto con los vecinos Paraguay y Uruguay– debe invitar en la Argentina a reflexionar, evaluar y discutir con múltiples actores los objetivos buscados, sin dejar de tener en cuenta el impacto que significaría para el país los compromisos económicos eventualmente asumidos.
(*) Docente de la Licenciatura en Gestión Deportiva de la Fundación UADE.