Hace unos días, en la televisión, ocurrió un hecho de importancia: la transmisión de una mentira. ¡Y nada menos que en esa franja horaria a la que se denomina prime time! No que se dijera una mentira y nada más, eso pasa a cada rato, a cada rato se miente en los medios de comunicación. Pero esas mentiras, acaso en razón de su frecuencia, tienden a ser creídas si es que no, peor aún, admitidas a sabiendas y reproducidas por mala intención, por mala fe, por afición al cinismo o por vicios de mitomanía.
Esas mentiras circulan impunemente muy a menudo, pero otras veces reciben una estricta refutación; esa eventual refutación suele quedar sin embargo de lado, desatendida, incontestada, para que se pueda seguir así sin más con la mentira repetida como si tal cosa, sin que importe que sea mentira, sin que importe incluso que se sepa que lo es. Por eso mismo fue tan significativo lo que pasó la otra noche en un programa de entretenimiento de la televisión argentina, uno de competencia y jurados.
Se produjo una mentira, una mentira a la vieja usanza, una de antes de la era de la post-verdad. Una mentira que se notó, que molestó, que irritó, que abochornó, que quedó, como tal, según se suele decir, flotando en el aire como una sombra de malestar. De pronto se suscitó una mentira y de pronto esa mentira impactó. Y no tanto por su contenido, menos grave que tantos otros, como por su misma forma: la de mirar a los ojos y jurar por el mismísimo Dios, para decir que era lo que en realidad no era, sabiendo que no lo era tanto quien profería la mentira como quien la recibía. Un quiebre sentido y tangible: el de la posibilidad (el de la necesidad) de tener confianza en el otro.
Es posible remitirse, por qué no, al Nietzsche de Sobre verdad y mentira en sentido extramoral; o también, claro, en esa línea, al Foucault de La verdad y las formas jurídicas y así precaverse de formulaciones ingenuas sobre verdad y poder, sobre la verdad y el bien, sobre el estatuto epistemológico de la verdad. Y aun así, o bien por eso mismo, reaccionar contra este signo de los tiempos: que mentir o no mentir pueda dar perfectamente igual. Que la mentira pueda decirse o escribirse sin precisar ya ni siquiera encubrirla, disimularla, disfrazarla o enmascararla. Y que el gesto de develación se vuelva inocuo, un poco ridículo incluso, cosa inútil, desacompasada.
Los ejemplos tristemente abundan y cada cual tendrá su ranking personal al respecto (venenos en vacunas, coimas de negociación solapada, récord de encierro con calles abarrotadas de gente, etc., etc., etc.). Podemos remitirnos, para mayor nitidez, al caso tal vez paradigmático para examinar esta cuestión: el tan resonante caso de la muerte de Santiago Maldonado. Porque no parece haber sido cierta la versión de que lo subían a una camioneta de gendarmería ni confiable como comprobación el invocado avistaje a distancia. Pero tampoco lo es la versión alternativa de que Maldonado “se ahogó solo”, ya que sabidamente escapaba de una persecución represiva ilegal (¡las fuerzas de la ley, fuera de la ley!) y sin considerar esa circunstancia por lo demás fehaciente, no se entiende lo que pasó ni cómo fue que pasó (la evaluación técnica de los peritajes, estricta y objetiva, no contempla ese contexto sin dudas determinante). De manera que en cierto modo hemos asistido, o asistimos todavía, a la contrarrestación de una falsedad con otra falsedad: no a una puja entre mentira y verdad, según la disposición más clásica, sino a otra, contemporánea, entre una mentira y otra, lucha de una mentira con otra.
Yo no sé lo que es el tofi, tengo una idea demasiado vaga al respecto. Y puedo por cierto llegar a comer alguna cosa que cayó y tocó el piso, si no hay enchastre mayor. De modo que no es eso lo que me impactó la otra noche en la televisión. Fue la forma en que una mentira irrumpió y quedó expuesta, el hecho mismo de que de pronto la verdad importó, importó ahí dentro, en el estudio, y también afuera, en las redes y sus comentarios al instante. Que por un momento pareció retornar aquel mundo en el que no todo daba lo mismo.