Hace exactamente dos años, la fumata blanca de la Basílica de San Pedro hizo que todo el mundo posara sus ojos en el Vaticano, donde el protodiácono Jean-Louis Tauran dio a conocer una de las noticias más importantes del último siglo: el arzobispo de Buenos Aires Jorge Mario Bergoglio había sido electo como el nuevo líder de la Iglesia Católica, tras otro momento no menos inesperado, la renuncia del cardenal alemán Joseph Ratzinger al trono de San Pedro.
La Plaza San Pedro miraba azorada al nuevo obispo de Roma, que asombró a todos por su austeridad desde su primera aparición, en la bendición "urbi et orbi" ("a la ciudad y al mundo").
“Comenzamos este camino con el pueblo, un camino de fraternidad y amor”, expresó, luego de las primeras oraciones en el balcón desde donde se presentó a los fieles. Después, ofreció uno de los títulos con los que sería recordado: “El objetivo del cónclave era darle un obispo a Roma, me parece que mis hermanos cardenales lo han ido a buscar casi al fin del mundo”.
Durante su primera semana como sucesor de Pedro, Francisco ya dejó a entrever lo que serían sus días en el mando de una de las instituciones más poderosas del planeta. Durante su asunción, inició sus discursos de denuncia contra el poder del dinero, la guerra y la corrupción y conmovió a muchos cuando, entre otros gestos recordados, realizó el tradicional lavado de pies en un reformatorio de menores en vez de en la tradicional Basílica de San Juan de Letrán.