Al ver la foto de Aylan, el niño que murió esta semana en Bodrum, Turquía, sentí el valor impresionante que puede tener una imagen. Lo comenté con una de mis hijas: si no existiera la fotografía, nunca nos habríamos enterado de esta historia.
La foto vuelve a cumplir una misión, y todos retrocedemos a la imagen de la niña bajo el napalm en Vietnam, a los aviones estrellándose con las Torres Gemelas, al hombre parado frente al tanque en la plaza de Tiananmen, en China. Hay que agradecerle a la fotografía que sea capaz de producir reacciones en la política y en la sociedad. Porque, como dijo la fotógrafa Nilüfer Demir, que tomó al niño muerto, esta imagen le hiela la sangre a cualquiera.
Lo que vemos es una criatura que tal vez ni siquiera había empezado a caminar. La foto tiene los atributos de aquellas que hacen reflexionar, y puede alcanzar una trascendencia histórica. Ojalá sea la última de este drama.
A esta altura de mi carrera, ya no evalúo técnicamente las fotos: me interesa si registran el momento preciso. Y ése es el valor de esta imagen: ese momento está expuesto en toda su dimensión.
Si yo fuese director de un diario, no hubiera dudado en ponerla en tapa. Hasta le quitaría el título al diario para darle más espacio. Esa foto es una alarma, un grito: ¡que paren!
*Director de Fotografía de Presidencia de la Nación.