INTERNACIONAL
alcanzó a 12 presidentes de la región

La justicia brasileña puso fin al núcleo original del Lava Jato

La fiscalía disolvió la unidad de fiscales de Curitiba que, junto al ex juez Sergio Moro, llevaron adelante las investigaciones.

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Protesta. Jair Bolsonaro ganó en 2018 gracias a la indignación popular con las denuncias. | afp

La operación anticorrupción Lava Jato, que sacudió a Brasil y llevó a la cárcel a presidentes, empresarios y poderosas figuras de América Latina, se cerró esta semana sin ruido y con sus propias investigaciones bajo sospecha.

Lava Jato (lavadero de autos) empezó en 2014 con una requisa por blanqueo de dinero en una estación de servicio de Brasilia. Tirando los hilos, y recurriendo a métodos como la delación premiada, los investigadores descubrieron una tentacular red de sobornos pagados por grandes constructoras como Odebrecht a políticos de casi todos los partidos, para obtener contratos en la estatal Petrobras. 

Sus principales figuras, el juez de primera instancia Sergio Moro y los fiscales de Curitiba, se convirtieron en superhéroes para buena parte de los brasileños e inspiraron una película y una serie de Netflix. Algunos fiscales de Curitiba fueron integrados ahora en un Grupo de Actuación Especial de Represión al Crimen (Gaeco).

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En casi siete años, el balance es de 174 condenados en Brasil y 12 presidentes o ex presidentes involucrados en América Latina, entre ellos el líder de la izquierda brasileña Luiz Inácio Lula da Silva. 

Los juicios permitieron además al erario brasileño recuperar 4.300 millones de reales (unos 800 millones de dólares al cambio actual) y otros 15.000 millones están en camino. 

Pero en los últimos tiempos, Lava Jato perdió lustre y la Fiscalía General anunció el miércoles, sin provocar mayores reacciones, la disolución de su núcleo original. Irónicamente, esto ocurrió bajo la presidencia de Jair Bolsonaro, el líder ultraderechista que supo capitalizar la ola antisistema provocada por Lava Jato para ganar las elecciones de octubre de 2018.

“El político que más se benefició de la investigación anticorrupción le ha puesto el último clavo a su ataúd”, sentenció el sociólogo brasileño Celso Rocha de Barros en un artículo publicado en Americas Quarterly.

Petardo mojado. Bolsonaro se vanaglorió incluso en octubre de haber dado la última palada a la tumba de la operación judicial. “Acabé con Lava Jato, porque no hay más corrupción en el gobierno”, explicó.

La afirmación fue rápidamente cuestionada: una semana después, la policía encontró cerca de 30.000 reales (unos 5.500 dólares) en los calzoncillos del vicelíder de la bancada oficialista en el Senado, durante una redada por supuestos desvíos de recursos para combatir la pandemia de Covid-19.

Bolsonaro, con miembros de su familia y su círculo investigados por casos de corrupción y unos 60 pedidos de impeachment en su contra, ha mostrado menos fervor en combatir la corrupción como presidente que como candidato.

Se acercó a fuerzas políticas que había jurado combatir, denominadas el “Centrao” (el gran centro), muchos de cuyos dirigentes estuvieron en la mira de Lava Jato. Y dos días después del anuncio del fin de la operación, sus nuevos aliados conquistaron las presidencias de la Cámara de Diputados y el Senado. 

Con ese acercamiento, el mandatario espera una relación tranquila con el Legislativo, sin amenazas de impeachment y con la mira puesta en su reelección en 2022.

Superhéroes caídos. Pero Lava Jato murió también por mérito propio. La operación se vio a la defensiva cuando en 2019 el portal The Intercept Brasil divulgó conversaciones entre el juez Moro y los fiscales, que arrojaban dudas sobre la imparcialidad de las investigaciones que llevaron a Lula a la cárcel y le impidieron presentarse en las elecciones de 2018.

Apenas elegido en esos comicios, Bolsonaro nombró a Moro ministro de Justicia. Pero el idilio duró poco y Moro renunció en abril de 2020, denunciando tentativas de Bolsonaro de interferir en investigaciones de la Policía Federal.

El legado de Lava Jato es incierto. A veces se oye a los superhéroes de ayer decir que les cortaron las alas. Una impresión que ya pudieron tener cuando la Corte Suprema los privó de dos de sus armas favoritas, por inconstitucionales: la conducción forzada de un sospechoso para ser interrogado y el encarcelamiento de condenados que disponen aún de recursos en el lento sistema judicial brasileño.

Lava Jato “flexibilizó las reglas de un sistema judicial cuestionado por no condenar a los poderosos”, pero “la experiencia demostró que, en la práctica, esas flexibilizaciones pusieron en jaque toda la estructura del sistema judicial (...) y a la propia democracia constitucional”, dice Daniel Vargas, profesor de derecho en la Fundación Getúlio Vargas (FGV).

Así y todo, la operación logró lo que durante mucho tiempo pareció imposible en Brasil y en muchos países de la región: sentar en el banquillo a poderosos acusados de corrupción.

“Durante siete años, Brasil no fue Brasil”, escribió el respetado periodista JR Guzzo en una columna de Gazeta do Povo, un semanario de Curitiba. En el Brasil de Lava Jato, los poderosos corruptos “podían realmente ir a la cárcel”, agregó.