INTERNACIONAL
DEMOCRACIA 'AMERICAN WAY OF LIFE'

Para entender la aplastante derrota de Bush

En el libro La América mesiánica. Los orígenes del neoconservadurismo y las guerras del presente , dos periodistas de Le Monde analizan la conducta presidencial de George W. Bush a la luz de su redefinición política luego de la caída de las Torres Gemelas y lo que ellos llaman “la obsesión iraquí”. Y ahora, al comienzo del fin de la, quizá, peor gestión de Estado jamás vista, a partir de las elecciones legislativas y de gobernadores del martes pasado, podrá entenderse mejor por qué Frachon y Vernet (los autores) aseguran que “los neoconservadores son una familia aparte en la derecha americana”. Aquí, un buen fragmento. Galería de fotos

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LOS VOTOS MS TEMIDOS. Son los millones de ciudadanos de los Estados Unidos que le retiraron su aval al promotor de las guerras antiterroristas. Quiz todo un preludio de lo que sern las prximas elecciones presidenciales. | Cedoc
Los neoconservadores ya no sacan pecho. Durante unos meses, tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, dominaron la política americana. Tenían una explicación a punto para los actos terroristas y poco faltó para que los hubieran predicho. Por lo menos lo habían advertido: “No nos durmamos tras el final de la Guerra Fría. Continuemos vigilantes. Es demasiado pronto para disfrutar de los dividendos de la paz porque nos amenazan nuevos peligros...”.

El 11 de septiembre creían haber tenido razón, igual que había estado orgullosos diez años antes por haber vencido a la Unión Soviética gracias a la correcta política que habían inspirado a Ronald Reagan: en la Casa Blanca tenían en George W. Bush a un presidente que quizá no fuera su primera opción, pero que, al no tener ninguna idea personal en materia de relaciones internacionales, era permeable a cualquier explicación global. De las ideas a la acción no había más que un paso.

Los americanos lo dieron el 19 de marzo de 2003 al invadir Irak y derrocar al déspota de Bagdad unos días más tarde. Pero el “paseo militar” enseguida se convirtió en un fiasco. La guerra fue rápida, la posguerra mortífera. Aliviados por haberse liberado de un tirano sanguinario, los iraquíes se volvieron contra el ocupante. Olvidando sus divisiones, los diversos grupos étnicos y religiosos (con la excepción de los kurdos) hicieron causa común contra la coalición.

La promoción de la democracia alabada por los neoconservadores y prometida por el gobierno de Bush se pervirtió en la cárcel de Abu Ghraib. Los autoproclamados defensores de los derechos humanos y propagadores absolutos de los valores universales encarnados por América enmudecieron y se contentaron con atribuir las torturas a algunos perturbados. ¿Era la nueva muerte, tan anunciada, de los neoconservadores, que se hundían con sus certidumbres en las arenas de la Mesopotamia?

Los propios padres del neoconservadurismo habían anunciado la muerte del movimiento a mediados de los años noventa. “Está claro –decía uno de ellos, Irving Kristol– que lo que podría describirse como un impulso neoconservador era un fenómeno generacional que hoy ha sido absorbido por una tendencia conservadora más amplia”. Y su colega Normal Podhoretz añadía: “El neoconservadurismo ha muerto”. Poco tiempo después, Irving Kristol se retractaba: “Seguíamos escribiendo la necrología del neoconservadurismo cuando de nuevo alcanzaba su cenit. Lo que llamamos neoconservaadurismo es una de esas corrientes intelectuales que salen intermitentemente a la superficie.”

Los neoconservadores tuvieron su hora de gloria durante los dos mandatos de Ronald Reagan. Dieron el tono para una política contundente frente a la URSS. Estaban convencidos de haber ganado la Guerra Fría no sólo por una presión militar que había arruinado la economía soviética, sino por un combate moral contra el comunismo. “América es una idea”, rezaba el eslogan inscrito en su bandera. Estudiantes en los años treinta, se habían formado en las luchas antiestalinistas de su trotskismo juvenil; al renegar de la extrema izquierda no abandonaron el anticomunismo. En los años sesenta se unió a ellos una nueva generación más preocupada por la estrategia nuclear que por el enfrentamiento ideológico con el marxismo-leninismo, pero que profesaba la misma aversión hacia la URSS.

Los hijos tomaron el relevo. Pues, efectivamente, el neoconservadurismo es también un asunto de familia. Irving Kristol lo dijo: no es un movimiento, sino una sensibilidad que reúne a un centenar de personas entre Washington y Nueva York. Un grupo poco numeroso, más solidario que estructurado y lo suficientemente bien organizado como para controlar algunos think tanks, esos centros de reflexión a caballo entre la fundación y la universidad, y para colocar a algunbos amigos en puestos estratégicos del gobierno y la administración.

Los más mayores frecuentaron la filosofía política en compañía de Leo Strauss, lector asiduo de los textos de la antigüedad; y los más jóvenes en compañía de Allan Bloom, su discípulo, que les puso en guardia contra el relativismo moral y cultural de los sixties. Otros adquirieron con Albert Wohlstetter la confianza en las armas inteligentes que permitían afirmar la supremacía militar de Estados Unidos.
Era una constelación de hombres y mujeres moldeados por la historia, por sus maestros y por sus padres. Creían en el poder de las ideas en el momento en que Europa anunciaba la muerte de las ideologías. Tenían confianza en el “excepcionalismo” americano; todos pensaban que América tiene una misión que cumplir, que es portadora de valores universales adaptables a las aspiraciones y a las necesidades de los pueblos; todos estaban convencidos de que la promoción de la democracia, aunque fuera a punta de bayoneta, servía a los intereses de Estados Unidos y a su seguridad. Despreciaban a los aislacionistas que propugnaban un repliegue en la fortaleza América y a los “realistas” contaminados por la idea europea del balance of power (el “equilibrio de fuerzas”).

Encontraron una segunda juventud con George W. Bush, después de los atentados del 11 de septiembre de 2001. Intelectuales acostumbrados a manejar con cierto éxito la batalla de las ideas tuvieron ocasión de llevar sus teorías a la práctica. Estados Unidos tenía la experiencia de los intelectuales en política al menos en dos ocasiones desde 1945... con desiguales resultados. La primera vez, tras la Segunda Guerra Mundial, con los wise wen, los sabios, que rodeaban al presidente Harry Truman: definieron las reglas de la Guerra Fría. La segunda, a principios de los años sesenta, cuando John Fitzgerald Kennedy llamó junto a sí a una generación de jóvenes licenciados de Harvard, the best and the brightest, “los mejores y las más inteligentes”: enredaron a América en la desastrosa aventura de Vietnam.

¿Espera el mismo destino a los neoconservadores? La aventura iraquí les ha asestado un golpe al revelar una vez más una constatación harto conocida: el dogmatismo unido a cierta forma de inocencia produce catástrofes; el mundo es demasiado complejo para ser abandonado a teóricos que alardean de inconformismo, rechazan los tópicos y pretenden estar cuestionándose continuamente, pero en definitiva creen que pueden hacer que la realidad se ajuste a sus esquemas.

No obstante, los neoconservadores están en una simbiosis demasiado estrecha con cierta América –mesiánica, optimista, segura de sí misma– como para desaparecer completamente. Plantean cuestiones que sobrepasan las fronteras del conservadurismo americano tradicional, que, por otra parte, no los ve con muy buenos ojos. ¿Son la libertad y la igualdad valores universales? ¿Merecen ser defendidas y promovidas como tales? ¿Cuándo son culpables los Estados democráticos, cuando intervienen por la fuerza en nombre de esos valores o cuando asisten pasivamente a su aplastamiento por regímenes tiránicos?

Los neoconservadores no son los únicos que se hacen estas preguntas, pero su mérito es haberlas colocado en el corazón del debate político americano. Su fallo ha sido haber creído que tenían todas las respuestas, que eran los únicos en tenerlas y que la potencia de las armas bastaba para imponerlas.

A sus ojos, quizás Irak no sea un fracaso. ¿No es tan nítida la situación en Medio Oriente como querían? Sin embargo, para ellos no hay nada peor que el statu quo.

En ese sentido, es un éxito total. Se puede decir que han cambiado completamente el statu quo, aunque no saben más que otros para gestionar la nueva situación. El próximo presidente de Estados Unidos, sea quien sea, podría juzgar que el “caos creador” de los neoconservadores es más costoso que aprovechable.

De todas maneras, podría suceder que su fracaso no signifique de nuevo más que un eclipse. En sus certidumbres, el neoconservadurismo puede revelarse lo suficientemente radical como para no detenerse en Bagdad. [...]

¿Cuál podría ser la divisa de los neoconservadores? A esta pregunta responde Ben Wattenberg, uno de los más típicos, citando a Daniel Patrick Moynihan: “Las ideas cuentan y a veces tienen consecuencias inesperadas”. Los intelectuales adquieren una responsabilidad cuando proponen la remodelación de una sociedad. Agazapado en su despacho del American Enterprise Institute, en Washington, Wattenberg, procedente de la izquierda, piensa en este caso en la crítica del Estado-providencia. Es una de las peculiaridades de los neoconservadores. Analizan los posibles “efectos perversos” de una ingeniería social generosa y repleta de la mejor voluntad política, pero cuyo resultado, a fin de cuentas, puede ser el mantenimiento en la pobreza de la población a la que se trataba de ayudar, es decir, lo contrario del objetivo buscado.

También en política exterior tienen consecuencias sus ideas. Wattenberg hubiera debido someter a esa sana crítica las tesis emitidas por sus camaradas de “sensibilidad” neoconservadora. Los “neocons” reprochan a la izquierda que quiera sanar las patologías sociales a base de grandes y hermosas ideas generales que chocan con una realidad compleja, y cometen el mismo error en lo referente a Oriente Próximo.

Su análisis está arraigado en intenciones aparentemente no discutibles. Los regímenes autócratas o dictatoriales de la región han producido el nuevo enemigo de las democracias: el terrorismo islamita. En nombre de la moral y de la seguridad, hay que desestabilizarlo, si es necesario por la fuerza. Se empieza por el más peligroso o el que es presentado como tal, Irak, para desde allí y gracias al ejemplo transformar Oriente Próximo. El recurso de la guerra “preventiva” sin autorización de la ONU está justificado por la legítima defensa; la cuestión de la legitimidad de la operación se resolverá una vez obtenida la victoria: el entusiasmo de los iraquíes por sus libertadores suscitará la adhesión de los espíritus reacios de la vieja Europa. Alemania y Francia no serán las últimas en querer engrosar las filas de los vencedores. Ninguna de las patologías de Oriente Próximo escapará a los beneficios de la terapia: la solución del conflicto palestino-israelí estará facilitada por la democratización en marcha de Oriente Próximo. Es un análisis lógico, como todo buen experimento producido en un think tanks de la calle Diecisiete de Washington, plaza fuerte de los neoconservadores; también es generoso y optimista, dos cualidades a las que tampoco renuncian.

Es cosa sabida que la complejidad iraquí se ha vengado, recurriendo a la expresión de Pierre Hassner. Las advertencias de la vieja Europa no eran infundadas. La guerra de Irak ha alimentado el terrorismo. Los argumentos utilizados para justificarla se desinflaron como globos: nada de armas de destrucción masiva, ningún vínculo entre el régimen de Bagdad y Al Qaeda. [...] Ahora bien, en el verano de 2004 la mayor parte de los expertos consideraba que la nebulosa Al Qaeda seguía siendo tan peligrosa como antes de Afganistán y de Irak. Compartida por los “neocons” y los nacionalistas duros y puros tipo Rumsfeld, la idea de una América capaz de arreglar sus asuntos ella sola y totalmente independiente de sus aliados debido a su potencia militar ha resultado ser falsa y dañina para Estados Unidos. La filosofía del Do it alone, jaleada en la embriaguez de una preponderancia de post Guerra Fría, es una ilusión. América depende de sus aliados, al menos políticamente. La derrota del régimen de Saddam Hussein no ha legitimado en absoluto a posteriori la “guerra elegida” dirigida contra Irak. Al contrario, cuanto más se transformaba la “liberación” del país en “ocupación” rechazada por los ocupados, más experimentaba Washington la necesidad de acudir a Europa y a la ONU para legitimar su presencia militar en Irak.

Es imposible, sin embargo, apartar de un manotazo lo que representa cierta sensibilidad neoconservadora y el mensaje más o menos implícito dirigido a los europeos. Hay una manera europea de negar la evidencia, es decir, las amenazas de la post Guerra Fría: proliferación de armas de destrucción masiva en manos de regímenes con amplio expediente judicial, posibilidad para los grupos terroristas no estatales de adquisición de una potencia de destrucción hasta ahora reservada únicamente a los Estados o voluntad de unos y otros de servirse de una “ideología” de odio alimentada por frustraciones diversas. Europa se acomoda con demasiada facilidad a un statu quo diplomático entretejido por las relaciones con regímenes culpables. Se niega a ver la realidad: ese statu quo que alimenta efectivamente el terrorismo islamita, no es un fantasma neoconservador.

Los instrumentos para la lucha contra las amenazas actuales hay que buscarlos en un multilateralismo renovado, y no en los ensayos de Max Boot. Pero en Europa todo ocurre como si los problemas no existiesen hasta que Estados Unidos los plantea. Después, los europeos se pronuncian o se dividen a favor o en contra de la solución sugerida por Estados Unidos. Una parte de las críticas dirigidas por los neoconservadores al Viejo Continente también la sostiene la izquierda americana. “En Europa los debates –escribe el filósofo Michael Walzer– nunca tratan sobre lo que habría que hacer. Los europeos se preguntan sobre lo que hace Estados Unidos; los europeos no se ven como agentes del cambio o actores internacionales”. Uno de los intelectuales americanos más comprometidos a favor de una intervención en los Balcanes a principios de los años noventa, el escritor David Rieff, ve a los europeos llenos de buena conciencia virtuosa pero “históricamente agotados”.

* Alain Franchon y Daniel Vernet son periodistas del diario Le Monde. Franchon es uno de los vicedirectores del diario, se especializa en política europea e internacional. Vernet publicó los libros URSS, La renaissance allemande, Le rêve sacrifiê. Chroniques des guerres yougoslaves y La Russie de Vladimir Poutine. L´héritier du despotisme orientel.
La América mesiánica. Los orígenes del neoconservadurismo y las guerras del presente fue editado por Paidós.

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