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Populismo: para combatirlo, hay que invertir en las comunidades rezagadas

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Crítica. Un país que pasa por alto “lugares que no importan” puede volverse irrelevante. | cedoc

A medida que las democracias occidentales se polarizan cada vez más, los votantes rurales y de pueblos pequeños se enfrentan regularmente a sus homólogos de los centros urbanos más grandes. Si bien éste no es un fenómeno nuevo –y ciertamente no es el único factor que afecta los patrones de votación–, la división rural-urbana es un importante impulsor de las guerras culturales actuales. Esta dinámica, que el economista Andrés Rodríguez-Pose describió evocadoramente como la “venganza de los lugares que no importan”, sugiere que el actual aumento populista refleja en gran medida las disparidades geográficas.

¿Cómo llegó la división rural-urbana a dominar el discurso político y el desarrollo de tantos países, y cómo podemos abordarla? Parte de la respuesta reside en los cambios económicos estructurales que han hecho que la vida urbana sea más lucrativa. En la economía actual basada en el conocimiento, donde el valor se deriva cada vez más de fuentes intangibles, reunir a la gente en áreas urbanas densamente pobladas, a menudo resulta en efectos indirectos positivos, creando las llamadas “economías de aglomeración” que compensan los inconvenientes de la vida urbana. Si bien las ciudades tienen grupos de empleos de servicios mal remunerados y focos de pobreza extrema, son imanes para profesionales bien remunerados y graduados universitarios.

Los trastornos económicos de los últimos 15 años (la Gran Recesión de 2008-2009, la austeridad fiscal, la pandemia de covid-19, la crisis energética y el aumento inflacionario de 2022) han acelerado esta tendencia. Las personas que viven en “lugares que no importan” han visto desaparecer empleos de calidad, erosionarse los servicios públicos y disminuir rápidamente sus perspectivas económicas. Vista desde esta perspectiva, la reacción populista actual no sorprende, especialmente cuando muchos políticos forman parte de la próspera élite urbana.

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Para abordar estos fracasos actuales y debilitar el atractivo de las narrativas populistas, los países occidentales deben revitalizar los pueblos pequeños y las comunidades rurales y garantizar el acceso universal a los servicios públicos esenciales. Pero esto debe ser parte de un esfuerzo nacional más amplio que una a los ciudadanos de todos los segmentos de la sociedad en torno a la causa común de mejorar el bienestar colectivo.

En un informe reciente del que fui coautora con Stella Erker y Andy Westwood, documentamos profundas disparidades en el acceso a servicios esenciales como autobuses, banda ancha, hospitales y educación superior entre las autoridades locales inglesas y exploramos cómo reactivar las pequeñas ciudades y las áreas rurales en Reino Unido invirtiendo en infraestructura básica universal. También identificamos infraestructura y servicios (tanto de propiedad pública como privada) que son vitales para permitir a los residentes desplazarse al trabajo o a sus citas médicas, brindar educación a sus hijos, mantener una buena salud y disfrutar de una calidad de vida decente.

La provisión de servicios públicos e infraestructura tiene un mayor efecto redistributivo que los impuestos. Por lo tanto, al garantizar el acceso a un nivel básico de infraestructura y servicios, podemos brindar a todos oportunidades para mejorar sus propias vidas y las de sus familias.

Si bien los gobiernos son responsables de prestar servicios públicos e infraestructura, como carreteras y puertos, los servicios públicos, como la banda ancha, suelen ser proporcionados por empresas privadas. Sin embargo, la infraestructura pública ha estado extremadamente subfinanciada durante décadas, y la infraestructura privada es cada vez más explotada por administradores de activos y propietarios de capital privado que aumentan los costos de los servicios y reducen el mantenimiento. Esto ha contribuido a una sensación generalizada de que el progreso social y económico general se detuvo a finales del siglo XX.

Dado el efecto corrosivo de esta narrativa, es crucial reinvertir en el futuro. Como han argumentado Robert J. Shiller y otros, las narrativas positivas tienen el poder de mejorar los resultados económicos. Un sentimiento compartido de optimismo puede elevar la moral pública e impulsar el crecimiento del PIB.

Esto es especialmente cierto en las complejas economías actuales. Como señala el economista Paul Seabright en su libro de 2004 The Company of Strangers, los humanos de hoy son cada vez más interdependientes. La producción económica ahora se extiende a través de ecosistemas vastos y dispersos, y prácticamente todos los artículos que utilizamos, desde nuestras camisetas hasta nuestros teléfonos inteligentes, comprenden materiales y componentes provenientes de muchos países. Muchos de nosotros compramos regularmente artículos de extraños en línea, a pesar de no tener idea de quiénes son o dónde viven y, en su mayor parte, este proceso se desarrolla sin problemas.

Pero la transición a una economía digital intangible ha puesto de relieve la complejidad y fragilidad de estos ecosistemas económicos. El auge de los servicios digitales basados ​​en datos ha hecho que nuestras vidas estén cada vez más entrelazadas, lo que ha dado lugar a efectos de red que hacen que los beneficios individuales dependan de las acciones de otros. Consideremos, por ejemplo, una plataforma de viajes compartidos: cuantos más conductores haya, más se beneficiarán los usuarios, y viceversa.

En última instancia, el argumento a favor de priorizar los intereses colectivos de un país sobre las ganancias es principalmente político, dado que sociedades profundamente polarizadas como la nuestra a menudo enfrentan un futuro sombrío. Aún así, hay argumentos económicos que justificar la inversión en servicios públicos y la infraestructura que los sustenta. Al reconocer que un sentimiento compartido de optimismo y una fe básica en la posibilidad de movilidad social impulsan el crecimiento económico, podemos reparar el daño económico de las últimas dos décadas. Un país que pasa por alto “lugares que no importan” corre el riesgo de volverse irrelevante.

*Profesora de Políticas Públicas en la Universidad de Cambridge.

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