“El significado y la expresión ‘golpe de Estado’ ha cambiado con el tiempo. Presenta diferencias que van desde el cambio sustancial de los actores (quién lo hace) a la forma misma del acto (cómo se hace)”. En su ya célebre Diccionario de Ciencia Política, Norberto Bobbio, Nicola Mateucci y Gianfranco Pasquino explican que los golpes de Estado han cambiado su metodología en los últimos siglos. Es necesario releer a estos maestros de la Ciencia Política moderna para comprender el terremoto político que en estas horas se evidencia en Brasil.
Más allá de las transformaciones que se observan, los geniales politólogos italianos recuerdan que siempre se mantuvo un mismo componente relacionado con los golpes de Estado: la violencia. Es un fenómeno presente desde el famoso Coup de E’tat de Luis Bonaparte en 1851 –golpe por antonomasia, que produjo El XVII Brumario de Carlos Marx–, hasta los más cercanos y sangrientos golpes latinoamericanos efectuados en el marco de la Doctrina de Seguridad Nacional del Siglo XX, en los que los ejércitos tenían un rol fundamental.
Pero si la definición de golpe de Estado está intrínsecamente relacionada con la violencia, ¿cómo identificar entonces a un golpe de Estado cuando se presenta en forma pacífica? La pregunta no es menor ya que la respuesta esconde la raíz de los hechos que se producen en Brasil.
¿Dilma Roussef está sufriendo un golpe o son las instituciones las que le están poniendo fin a su mandato? ¿Es posible hablar de interrupción del proceso democrático cuando es el propio Parlamento el que busca destituir a Dilma? ¿Acaso la presidenta no está siendo expuesta a un proceso institucional llevado a cabo por legisladores que fueron elegidos democráticamente?
¿Se viola la Constitución a pesar de que es la propia Constitución la que ordena los procedimientos utilizados?
Para desandar esos interrogantes hay que atender antes el verdadero dilema que se presenta en Brasilia: ¿existe la figura de “golpe institucional” o de “golpe democrático”? ¿No se trata acaso de una contradicción en los términos? La gravedad de los acontecimientos no debe generar dudas, esos laberintos lingüísticos a los que nos estamos enfrentando no pueden confundirnos: un golpe de Estado no tiene graduación, existe o no existe. Y en Brasil no se está produciendo un golpe.
Lo que estamos presenciando en Brasilia es el funcionamiento de un sistema democrático. Podemos o no coincidir con lo que los legisladores brasileños están votando, pero no quedan dudas de que allí se están respetando los pasos que marcan la Constitución. Si funcionan las instituciones, por lo tanto, no hay golpe de Estado.
Distinto fue el caso de Paraguay en 2012. Allí sí podemos encontrar un ejemplo de “neogolpismo”. La ausencia del componente violento en aquel golpe contra Fernado Lugo pudo haber generado alguna incertidumbre. Y la falta de tanques entrando a Asunción terminó de crear las condiciones para el galimatías. Los hechos sucedidos aquel fatídico fin de semana de junio en Paraguay fueron tan vertiginosos que alguno puede haberse engañado. Pero que no queden dudas: en Paraguay se concretó el primer golpe de Estado de los nuevos golpes de Estado que sufrió América Latina.
La diferencia entre el golpe a Lugo y el no golpe a Dilma está en el mismo proceso llevado a cabo. Al paraguayo lo destituyeron sin posibilidad de defensa, en un curioso proceso judicial que, de derecho, sólo guardó las formas, y, de hecho, no se preocupó por el fondo. A la brasileña le están dando todas las herramientas marcadas por la democracia para presentar su defensa.
En el caso de Paraguay todo se resolvió en menos de 48 horas. En el caso de Brasil, el proceso de impeachement lleva varias semanas. Es en ese atropello de irresponsabilidad cívica que se vio en Asunción donde se evidencian los rastros del golpe que sufrió Lugo. Es en este marco institucional que se presenta en Brasilia donde se muestran los rasgos democráticos que aún le dan vida a Dilma.