Conocí al Santo Padre cuando aún era un muchachito. Los dos eramos muy jóvenes. Tuve la oportunidad de compartir con Jorge Mario Bergoglio el que fuera su primer trabajo, luego de recibido de técnico químico. Era el año 1954, Jorge tenía 17 años y yo 16. El laboratorio donde la vida hizo que nos encontráramos se dedicaba a análisis químicos para la industria, y había sido fundado por dos eminencias en la materia, los doctores Hickethier y Bachmann. Todavía recuerdo la dirección: Azcuénaga 1183, Capital Federal.
Cuando ingresé al laboratorio como cadete, Bergoglio ya estaba trabajando en el área de análisis orgánicos y era ayudante del doctor Axel Bachmann, hijo del fundador.
Un día decidí empezar a estudiar química y ahí fue donde pasé al sector de análisis inorgánicos, en la parte de metales. En ese traspaso comencé a tener contacto con Jorge.
Conmigo nunca habló de temas vinculados a la posibilidad de tomar los hábitos, pero tenía pasta porque era un tipo muy sencillo, solidario, que se sonrojaba fácil, apasionado en las charlas y muy instruido.
Y hablando de pasiones, con Bergoglio compartíamos y compartimos el amor por el Club Atlético San Lorenzo de Almagro. Muy a pesar mío nunca fuimos a la cancha pero nos comentábamos algunas situaciones de los partidos que jugaba nuestro equipo querido.
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Ambos tuvimos la oportunidad de conocer a una gran mujer como fue la Dra. Esther Ballestrino de Careaga, una verdadera maestra de la bioquímica y la farmacéutica, con quien sosteníamos largas e interesantes charlas sobre política. Con ella Bergoglio aprendió a ser un gran químico. Lamentablemente durante la dictadura militar, la querida doctora Ballestrino fue desaparecida y muerta.
Un día Jorge no fue más al laboratorio. Se había ido sin dar aviso alguno. Al tiempo reapareció vestido de cura y la verdad que me impactó pero no me sorprendió. Estaba hecho para eso.
Recuerdo que había un compañero del laboratorio que había nacido en la vieja Yugoslavia y casi gritando decía: “Ahí viene el monseñor”. Proféticas palabras. Con los años el curita se transformó en eso y luego en Papa.
Un día lo fui a ver con mi señora Nélida a la Catedrál Metropolitana y recuerdo que le transmití mi incomodidad de seguir llamándolo Jorge, dado su investidura. Y el me dijo, “sigo siendo el de siempre, los rangos no son nada para mí, solo soy un padre más de la iglesia, el padre Jorge”.