El deseo irrefrenable, la necesidad imperiosa de tomar toda la tecnología que exista a disposición para crear una máquina o un dispositivo que nos permita escapar, al menos por un instante, de este mundo y sumergirnos en las profundidades de la existencia o de la nada misma, no es un fenómeno típico de esta época frenética, sino una constante en la historia de la humanidad, por los motivos más variados, en los lugares más diversos y desde mucho antes que existiera el telefonito que lo subjetiva todo.
Hace 155 años (1870), en 20 mil leguas de viaje submarino, Julio Verne ya imaginaba una nave a la vanguardia de la tecnología capaz de mantenerlo a salvo del mundo y sus miserias insoportables.
El capitán Nemo, que había sufrido en carne propia las injusticias más atroces y aberrantes de los imperios del siglo XIX, construye el Nautilus como arma, pero sobre todo, como refugio: autonomía absoluta, tecnología deslumbrante, vida sin regulación imperial, pero al precio del aislamiento total.
Lo que había comenzado como una gesta de emancipación, terminó en encierro autoprovocado. El Nautilus promete libertad, pero reproduce amplificadas en su interior, las tensiones de la superficie social.
La histórica expedición del CONICET desnuda la paradoja argentina
La coyuntura argentina puede ser leída a partir de esta metáfora. El país navega en una embarcación solitaria, segura, pero sin un rumbo compartido.
La política se ahoga en un océano congelado de variables económicas, metas financieras y consensos tecnocráticos que dejan muy poco espacio para el debate sobre los fines colectivos. La posibilidad de decidir el rumbo de nuestro propio destino, eso que algunos nostálgicos llamamos soberanía, quedó obstruida,ya no se discute, no le importa a nadie, quedó fuera de agenda, solo se administran decisiones tomadas por otros.
El Nautilus promete libertad, pero reproduce amplificadas en su interior, las tensiones de la superficie social"
La reciente transferencia de poder real hacia organismos externos – en particular el tesoro de los Estados Unidos – fue presentada como una necesidad técnica inevitable, casi neutra, orientada a estabilizar la economía y salvarla de la crisis que surgiría de haber ganado el peronismo las elecciones de medio término.
La naturalización de la tutela externa indica la magnitud del daño social. La Argentina navega en el Nautilus sin preguntarse quién o quienes programan su ruta. Y lo hace en un momento de fragilidad democrática, con una erosión significativa del interés en la participación colectiva, una especie de desenganche profundo de la realidad compartida, un “que la nave siga sola” que demuele los pilares democráticos.
Para colmo, el escenario regional, lejos de ayudar, profundiza esas tensiones. América latina vive un momento de máxima presión geopolítica e inestabilidad generada por los Estados Unidos, que en paralelo al control económico y financiero, vuelven a amenazar – con una legitimidad nunca observada hasta el momento- con intervenciones militares, pedido de asesinato o detención de presidentes y líderes que no se alinean con la genuflexión solicitada desde el norte.
La sociedad argentina, como el Nautilus de Verne, posee grandes capacidades pero también un riesgo mortal: avanzar sin preguntase quien dirige realmente la nave y hacia dónde"
La sociedad argentina, como el Nautilus de Verne, posee grandes capacidades pero también un riesgo mortal: avanzar sin preguntase quien dirige realmente la nave y hacia dónde.
El lenguaje del imperio y sus relaciones materiales de dominación reaparecen sin pudor. Los gobiernos latinoamericanos que buscan un margen de maniobra, chocan con un orden global que les exige alineamiento incondicional, sumisión y disponibilidad total de los recursos estratégicos. Son Nemos que navegan en mares que no controlan.
La sociedad argentina, como el Nautilus de Verne, posee grandes capacidades pero también un riesgo mortal: avanzar sin preguntase quien dirige realmente la nave y hacia dónde. La libertad no se pierde de un día para el otro, nunca ocurre de golpe, se va perdiendo en su nombre, con renuncias banales, silencios en apariencia intrascendentes. La libertad se pierde cuando dejamos de hacernos las preguntas correctas.
El desafío es recuperar el timón de un destino compartido, de un rumbo compartido, recuperar la capacidad de hacernos las preguntas incómodas que sean necesarias, antes de que un mar turbulento e iracundo nos haga naufragar en un camino elegido por otros. De ese naufragio, ni el auténtico capitán Nemo podrá salvarnos.