OPINIóN
Estar allí

Cómo se siente visitar la casa de aquel a quien admiramos

“Sondear su escritorio, sus partituras, sus anteojos, su lapicera, sus paletas y pinceles, su piano, suscita la ilusión de una presencia subyacente, como si pudiéramos espiarlo mientras remueve la leña de la chimenea”, dice el autor, que viajó a Finlandia a conocer el hogar del violinista y compositor Jean Sibelius.

Finlandia meridional, Kivijärvi Stonelake en los alrededores de Jarvenpaa, donde vivió el violinista Jean Sibelius
Finlandia meridional, Kivijärvi Stonelake en los alrededores de Jarvenpaa, donde vivió el violinista Jean Sibelius | Cedoc Perfil

A treinta kilómetros de la capital bajé del tren. Mientras atravesaba el andén ya había asumido que hablar inglés sería una anomalía, y que todo diálogo con los lugareños debería restringirse a actitudes y señas. Me dispuse a repasar palabras sencillas y reconocibles, aptas para tender lazos, y seleccioné dos. Tuve éxito al pronunciarlas, porque a cambio recogí sonrisas e indicaciones suficientemente precisas.

Ya no recuerdo cuánto anduve ni por dónde, guiado por brazos en alto que siempre apuntaban hacia una misma dirección.

Al operario de una estación de servicio las dos palabras le arrancaron un gesto amplio y amistoso, y le habló al dueño de un auto rojo para que me llevara.

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Desde el asiento del auto el horizonte, delineado en la grisura salpicada de nieve mustia, se fue afirmando en extensión y en opulencia. Fue un viaje corto en silencio, sólo de miradas. Cuando llegamos, mi acompañante detuvo el vehículo y señaló hacia adelante con un ligero arco de sus cejas. Bajé. Por unos segundos me quedé atendiendo la mancha roja en retirada, casi una afrenta en la espesura monocromática.

Me di vuelta y avisté los primeros destellos del bosque. Degusté su discreto misterio y su tiempo inmóvil, la respiración de su suelo, el perfume vago de sus resinas. Después caminé, hundiendo mis zapatos en la nieve.

No tardé en encontrar la casa, fundida en el paisaje con los árboles altísimos y el lago congelado.

Creo que quedé paralizado, acaso tuve miedo de no estar a la altura, de no poder henchirme con el rumor de Tapiola, con el agua fresca de la Sexta Sinfonía y hasta las sombrías disonancias de la Cuarta. Integrándome al silencio, repetí para mí las dos palabras mágicas que me habían conducido hasta allí: "Sibelius house". Ya no importaba que la casa estuviera cerrada por restauraciones, porque yo había consumido ese aire. El cielo sellado de nubes bajas anunciaba la proximidad del atardecer, y era tiempo de volver.

Hoy, a cuarenta y cuatro años de aquel vértigo solitario, mi memoria ha borrado las circunstancias del regreso a la estación de Jarvenpaa. Pero todavía resuenan pinceladas de ese paisaje finlandés cuando, vibrante debajo de la nieve, escucho su aliento y su latido en el living de mi casa.

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Tapio es el espíritu del bosque en la epopeya nacional finesa, el Kalevala, que atesora poesías y cantos populares milenarios. A este anciano, caracterizado con un abrigo de musgo y sombrero de frutos silvestres, con barba de líquenes y lagos de infinita profundidad en los ojos, dedicó Jean Sibelius su poema sinfónico Tapiola. La obra fue concebida según una notable lógica orgánica, a partir de un motivo inicial de cuatro notas, que luego es transformado y expandido decenas de veces durante unos veinte minutos.

Siempre me cautivó su enigmático acaecer estático que parece evocar un escenario congelado, su deliberada ambigüedad armónica, sus saltos dinámicos, la densa sonoridad de sus cuerdas divididas. ¿Variaron esos rasgos tras mi incursión a Jarvenpaa? Desde luego que no. Tengo claro, sin embargo, que algo cambió desde entonces, pero sucedió en un plano subjetivo, entrañable y personal. Toda audición posterior de la obra ha trascendido lo musical, porque me ubica en la superficie de aquel lago helado y en el bosque de pinos y abedules, alumbrados por el sol pálido del atardecer.

Mi peregrinaje representa, además, una sentida reverencia al genio del compositor. Estoy seguro de que muchos lectores encontrarán puntos de contacto con aquel acercamiento. Los siguientes datos fundamentan mi presunción:

La casa natal de Shakespeare en Stratford-upon-Avon, por ejemplo, convoca anualmente a varios cientos de miles de visitantes. En el mismo lapso, la de Cervantes en Alcalá de Henares recibe unos 150.000. Tanto la residencia de Elvis Presley en Graceland como la Casa Azul de Frida Kahlo en Ciudad de México superan el medio millón por año. Una cifra similar de devotos se traslada hasta la casa de Monet en Giverny, atraídos por sus espléndidos jardines y el estanque de nenúfares que fuera protagonista de varias de sus pinturas.

También es muy concurrido el Museo Freud de Viena, vivienda del padre del psicoanálisis antes de la persecución nazi, y la casa de Londres, que ocupó el último año de su vida. La de Victor Hugo en París, la de Beethoven en Bonn, la de Marx en Tréveris, la de Dickens en Londres, la de J. S. Bach en Eisenach, la de Paul y la de John en Liverpool, la de Einstein en Berna, la de Mozart en Salzburgo, las de Goethe en Frankfurt y en Roma, la de Manuel de Falla en Alta Gracia a escasos diez minutos de la que habitó el Che durante parte de su juventud, la de Sábato en Santos Lugares, la de Gardel en el Abasto, y tantas tantas otras...

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Semejante afluencia de admiradores confirma que mi expedición finesa no fue demasiado original. Ocupar fugazmente los espacios donde alguna vez estuvo nuestro referente establece una conexión emotiva y palpable con su intimidad, y nos vincula imaginariamente con sus alegrías, sus dudas, sus añoranzas, sus rutinas.

Sondear su escritorio, sus partituras, sus anteojos, su lapicera, sus paletas y pinceles, su piano, suscita la ilusión de una presencia subyacente, como si pudiéramos espiarlo mientras remueve la leña de la chimenea, almuerza en la vajilla de ese armario de puertas labradas o, simple y milagrosamente, explora el entorno por una ventana en busca de alguna secreta señal que induzca su inspiración.

Si la visita se prolonga hasta las 5 de la tarde, y se cuenta con una pizca extra de imaginación, puede ocurrir que nuestra figura venerada nos haga partícipes, en voz baja y tecito mediante, de cómo va gestándose su último trabajo.