El discurso sobre la ética y los valores está empedrado de buenas intenciones. En el ámbito de la empresa, hoy, por ejemplo, es posible escuchar o leer mucho sobre la virtud de la integridad. Integrity, término importado del capitalismo anglosajón, sin definición universal, vino a sustituir a nuestro más tradicional “honestidad”; a su vez, viene del francés “integritè” -y antes, del latín, por supuesto.
“Better call Saul!” y el deseo de reconocimiento
En el bienintencionado intento de inspirar comportamientos íntegros en la empresa -y en la función pública- se proyectan en ese concepto un cúmulo de buenas acciones y actitudes de todo tipo. Además, se presume que ciertas personas como autoridades, lideres y estrellas de diversos firmamentos deberían comportarse de modo ejemplar en todas las facetas de su vida.
Para introducir aquí algún matiz conceptual, recordemos una pincelada de aquel interesante ensayo del filósofo español José Ortega y Gasset, titulado “Mirabeau o el político” (1927), donde distingue entre virtudes mayores y menores. El Conde de Mirabeau fue el político que hizo por Francia lo que Francia necesitaba en ese momento, aunque también, según Ortega, el más inmoral de los grandes hombres. Brillaba por su oratoria, coraje y serenidad, por sus virtudes creadoras y el hacer grandes cosas, pero carecía de las virtudes menores, las de la gente común, sin poder.
“Severance”, el lado oscuro del cumplimiento corporativo
Consideremos una de las posibles definiciones de la virtud de la integridad en el ámbito de las ocupaciones -los negocios, el trabajo. Integro es quien cumple la palabra dada. Es una virtud especifica, menos ligada a la coherencia interna o a la perfección individual que al cumplimiento de lo prometido a otro, sea la empresa, el cliente, el proveedor, el accionista, el Estado, el colaborador.
En teoría, es más admirable una persona llena de virtudes en diversos ámbitos en la vida, sin embargo, si nos focalizamos en el rol que la persona está cumpliendo en la sociedad, siempre se podrá observar que hay alguna virtud específica que pasará a ser la principal. Ser un buen cirujano, un buen abogado, un buen auditor, un buen líder, difieren en lo que se entiende por íntegro.
Ahora bien, un buen cirujano, que a la vez es un mal amigo, ¿es un peor cirujano? Las virtudes de los otros aspectos de la vida, virtudes de segundo plano con relación a lo laboral, quizás tengan -yo por ahora creo que no- algún efecto causal en el cumplimiento de la promesa social que acarrea esa profesión. En este sentido, aunque la etimología de integridad lo sugiera, la integridad profesional o del entorno laboral no trata de ser una persona completa y perfecta -que por supuesto es deseable- sino de actuar de modo confiable debido a que se trabaja con seriedad y excelencia en ese rol o profesión.
Para Ortega, la principal virtud de un político es la de gobernar eficazmente en ciertas circunstancias. Por ello, insiste en que hay que madurar; algo así como que hay que aceptar la grandeza del que aparece naturalmente y ocupa un rol a su medida -y a medida de los tiempos que corren- en lugar de censurarlo, porque imaginamos que debería ser perfecto.
Algo análogo -quizás- podría reflexionarse sobre algunos ídolos futbolísticos y así reducir la grieta, que también se da entre sus admiradores y detractores; pero en ese caso, deberíamos recurrir a la opinión de alguien que sea experto en los deportes y su ética y no lo tengo cerca.
*Dra. en Filosofía por la Universidad de Navarra e Investigadora de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad Católica Argentina (UCA).