El peligro del uso de un arma nuclear aparece en escena al ritmo que se prolonga la guerra en Ucrania, y la Federación Rusa recurre a la amenaza de uso de su arsenal atómico para disuadir a Occidente de continuar su colaboración con la resistencia.
En este contexto, días atrás, en Viena tuvo lugar la Conferencia Anual de la Organización Internacional de Energía Atómica (OIEA). A esta agencia del sistema de Naciones Unidas, a cargo del argentino Rafael Grossi, le toca lidiar con un nivel de preocupación que parecía solo reflejarse en los libros de Historia, siendo la crisis de los misiles de 1962 entre Cuba y Estados Unidos el último antecedente que eclipsó la atención de la opinión pública mundial.
El riesgo de desastre se percibe a la vuelta de la esquina. El uso bélico de la energía atómica pasó al tope de la agenda. Y todavía resuenan las palabras del expresidente ruso y número dos del Consejo de Seguridad de ese país, Dmitri Medvedev, quien aseveró que “Rusia tiene derecho al uso de la bomba atómica”.
Un fantasma nuclear recorre Europa y va más allá. Muchos países manifestaron en la capital austríaca que tras décadas de reducción de los arsenales atómicos, y la extendida aceptación del principio de no proliferación, Moscú evalúa acciones con capacidad de producir un peligro radiactivo que las sociedades difícilmente imaginaron.
De detonar un arma nuclear, también asestará un golpe fatal a la economía global y provocará una recesión tal que dejará la profunda retracción del producto bruto mundial en 2020, a causa de la pandemia, como algo meramente anecdótico.
Aunque sea una explosión nuclear de baja intensidad, aunque no dejase consecuencias radiactivas de largo plazo, tendrá un impacto psicológico desconocido hasta ahora en cada individuo y dificultará las decisiones de estímulo económico para los gobiernos. Solo pensar que una bomba neutrónica mata a todas las personas en un radio de dos kilómetros dejando los edificios intactos alimentará los peores miedos de cada lector del mundo.
Así, millones de agentes económicos y financieros verán en estas señales el advenimiento de un mundo más complejo para hacer negocios, frenando proyectos de inversión y desmovilizando operaciones que provocan iguales o mayores sobresaltos como los que se percibieron hace tan solo dos años con la interrupción de las cadenas de suministro a nivel global. Con la humanidad en un estado de terror nuclear, tras una detonación, la actividad económica quedará pausada.
Por otro lado, los gobiernos estarán más complicados para estimular las economías ya que habrá que pensar en defensa. El pulgar de Vladimir Putin presionando el “botón rojo” llamará a una reacción contundente de la OTAN y la Unión Europea, en lo inmediato, al punto de ajustar las clavijas sobre las áreas que aún hoy escapan de las sanciones ya impuestas a Moscú. Empujará irremediablemente a los principales aliados rusos, China e India, a tomar aún más distancia del emprendimiento bélico de Moscú, y dará rienda suelta a los demás países con programas nucleares en curso a desviar fondos al presupuesto de guerra. Esto creará una carrera armamentística mundial en la que las principales economías del mundo invertirán sus recursos.
La recesión económica por la pandemia se combatió con estímulos económicos y discursos triunfalistas. Para una tragedia nuclear, buena parte de esos recursos psicológicos no funcionarán. Las urgencias irán a la supervivencia de la ilusión de los Estados y sus dirigentes.
El escenario, claro está, se vuelve amenazante por lo improbable de ver a Putin torciendo el brazo y aceptando que el sacrificio de su pueblo no le ha traído ningún rédito. Mientras tanto, América Latina y otras regiones del mundo distantes de los centros de poder miran absortas una pelea que parece metida en una compleja encerrona.
*Filósofo y analista internacional.