OPINIóN
Oportunidades

Elogio del destino

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Textual. “El infierno son los otros”, escribía el filósofo Jean-Paul Sartre. | cedoc

Si algo es el mundo moderno ante todo, es una profundísima celebración de la libertad, su defensa festiva, su acérrima presentación como el estatuto de lo incuestionable, como el rasgo inequívoco del que depende toda fecundidad vital, toda ganancia existencial, cuanto se opone al determinismo oscurantista de los siglos precedentes.

Así, en efecto, hasta el idioma da cuenta de esta realidad al hacer del término fatal, lo procedente del “fatum”, del destino, como sinónimo de daño irreparable, en no pocos casos la muerte misma. Ser persona, en esta concepción de la libertad, es precisamente no estar destinado sino abierto a todo tipo de posibilidades, dispuesto a elegir cualquiera de los caminos que la vida nos presenta a cada instante sin por ello tener que renunciar a otros: lo queremos todo y lo queremos ya, tal y como cantaba proféticamente Queen.

La libertad es, pues, la supresión del destino, su conculcación definitiva, su elusión, la reivindicación de todo cuanto se le opone, la crítica que lo denosta y hasta destruye pues, si algo es ser libre es, muy precisamente, no estar destinado a nada y, sobre todo, a nadie, es no ser “libres para” sino ser “libres de”, esa libertad de los modernos a la que se refería el pensador suizo-francés Benjamin Contant en 1819.

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Ahora bien, si todos piensan y quieren la libertad de ese modo, absoluta, absuelta, todos terminarán por encontrar que la libertad de los demás limita la propia y que, en algunos casos, hasta puede negarla: “el infierno son los otros”, escribía Jean-Paul Sartre.

Se trata, entonces, de ser capaces de concebir el destino no como limitación sino como horizonte de posibilidades, y eso es lo que ocurre muy precisamente al considerar que ser persona -un quien- es estar destinado a los demás, a esos otros cuyos rostros nos interpelan, en el decir de Emmanuel Lévinas, el gran pensador de la alteridad del siglo XX.

En efecto, pensar al yo como tendencialmente abierto a los demás, como si de esa apertura dependiera en gran medida la constitución de la subjetividad (intersubjetiva al fin), abre ventanas más y antes que levantar muros, permite la disposición al mundo antes y más que la imposición del mundo sobre nosotros facilita al tiempo que propicia la ganancia existencial de quien sabe que la vida posee un significado, un sentido y un propósito, un para qué y -más cierto todavía- un para quienes.

Así, tener un destino no tiene por qué significar verse obligado a un destino aciago, mostrenco, determinista. Por el contrario, puede ser más bien disponer del futuro como apertura existencial, como facilitador de mundos, como escenario de encuentros y no de infiernos, como epifanía del yo y no su obturación, pues estar destinado a otros es estarlo también y al mismo tiempo a lo mejor de uno mismo y no a su defecto, allí donde no reina el “fatum” maléfico sino el misterio que llama al asombro agradecido.

*Profesor de Ética de la comunicación de la Escuela de Posgrados en Comunicación de la Universidad Austral.