La reciente desaparición del expresidente Carlos Menem revivió un debate acerca de las bondades y dificultades que tenía el sistema con el que se terminó identificando en sus presidencias: la convertibilidad, ese sistema al que llegó por descarte y que continuó aún después de finalizar su segundo mandato.
Entre los testigos y protagonistas de aquella década, independientemente del juicio más o menos crítico por el cambio que experimentó en la política económica argentina, el común denominador era el de atribuirle una rigidez incompatible con las “necesidades” políticas. Es decir, la adopción de una virtual caja de conversión, como había ocurrido en otros largos intervalos de la historia económica argentina, como señala el historiador económico Gerardo Della Paolera (“Tensando el ancla: la Caja de Conversión argentina y la búsqueda de la estabilidad ...”, edición en castellano de 2003) traía consecuencias al diseño de la política económica en el corto y en el largo plazo. En lo inmediato, la imposibilidad de acudir a la emisión monetaria como primer auxilio forzó a elegir entre tres caminos tradicionales alternativos: controlar el gasto público, aumentar la recaudación impositiva (creando impuestos, modificando alícuotas y/o mejorando la administración) y contraer deuda (interna y externa). El mix de decisiones fue una combinación entre todos: el gasto público nacional fue entre 26% y 28% del PBI (1999, año electoral), la AFIP se profesionalizó, se crearon más impuestos como el de Bienes Personales y se generalizó el IVA al 21% que hoy existe; pero también se acudió al crédito externo, sobre todo privado para financiar la expansión del crédito bancario dolarizado. Como recordaba recientemente el exviceministro de Economía, Carlos Rodríguez, un hijo dilecto de la Universidad de Chicago, la clave estaba en saber decir que no a las propuestas que llegaban para expandir el gasto con el supuesto rédito electoral.
¿Por qué el criticado corsé monetario y fiscal de los años 90 es añorado cuando la moneda parece diluirse y el estancamiento de la economía y del empleo desde hace una década puso al borde del abismo de la pobreza a casi la mitad de la población? La restricción que la “clase política” ve como un lastre para su metodología de administrar el poder se termina convirtiendo en una defensa contra la inflación y la degradación del poder adquisitivo. Reconocer la existencia de la escasez (al menos en el corto plazo) como principio rector de la economía y orientar el GPS de la política con ese paradigma es un acto de estricta humildad por quienes siempre quieren imponerse a la tecnocracia.
La reciente crisis por la lista de vacunados VIP en la administración de la vacuna contra el Covid pone de nuevo el tema de la administración de un recurso escaso sobre la mesa. Como con el gasto público, reconocer esta limitación es la piedra angular para marcar un camino: decidir cómo se administrará para que la cantidad finita de dosis lleguen a la mayor cantidad de personas posibles en un orden preestablecido por algún criterio. Los atajos y diagonales por conseguirla ponen de manifiesto la creencia que la llegada de vacunas será mucho más lenta que la proclamada por el ahora exministro de Salud. Es la confirmación de que la escasez es un principio real y operativo, por más que se reniegue de él y se pretenda una instancia superadora o apostar por que el “crecimiento” permitirá ir por todo para todos. Una prueba más.