OPINIóN
Análisis

Corrernos al centro para evitar la debacle

El país lo hacemos entre todos sus habitantes y nuestras acciones u omisiones también tienen consecuencias. 

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Unión | RAWPIXEL / PIXABAY

El diagnóstico en materia económica lo tenemos muy claro y no puede ser peor. Somos un monumental fracaso, uno de los pocos países del mundo que involucionaron en las últimas décadas. Nuestro PBI per capita es igual ahora que en 1974 mientras que el resto del mundo produjo enormes avances. En materia de distribución, dejamos de ser el país más igualitario de América Latina para pasar a un país de enormes contrastes. Aunque la inmensa mayoría de nosotros no hayamos tenido responsabilidades de representación política, no por ello no somos responsables por este estado de cosas, especialmente aquellos que hemos tenido privilegios con respecto a los más desaventajados de la sociedad. El país lo hacemos entre todos sus habitantes y nuestras acciones u omisiones también tienen consecuenciasEs más fácil echarle culpas a los demás pero hacerlo es manifiestamente desacertado.

Hace también mucho tiempo que se buscan los motivos de este fracaso tan notorio y, aunque nunca deberíamos quedarnos con explicaciones monocausales de fenómenos tan complejos, hay una razón que sobresale: nuestras divisiones internas.

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Somos una sociedad que históricamente ha tendido a fragmentarse y a producir odios internos: saavedristas vs. morenistas, unitarios vs. federales, peronistas vs. antiperonistas, kirchneristas vs. antikirchneristas y largos etcéteras. Incluso dentro de los propios espacios se han generado fuertes enfrentamientos, incluso violentos: peronistas de izquierda contra peronistas de derecha, militares azules contra militares colorados, entre otros.

Es manifiesta nuestra tendencia a colisionar con quienes piensan distinto y ello se evidencia, por ejemplo, en el sesgo de confirmación que tienen la mayoría de nuestras conversaciones sobre asuntos públicos, las que suelen tener principalmente el objetivo de ratificar que nuestras preconcepciones son las correctas. Muy pocas veces aparece la duda en un diálogo o el reconocimiento de la necesidad de entender fenómenos complejos sobre los cuáles no tenemos conocimiento acabado ni sobre los hechos ni sobre las razones que los desembocan. Además, nuestra búsqueda de información suele estar basada en una atención selectiva de aquélla que ratifica nuestras ideas mientras ignoramos aquella que no comulga con ellas.

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Para peor, el contexto local y global en el que vivimos es cada vez más propicio para ampliar las grietas. En cuanto al local, bajo el argumento de que cada periodista posee una ideología y no debe esconderla hemos tolerado el surgimiento del “periodismo militante” cuyo único fin es la defensa de un sector político y el ataque del adversario (incluso, con la creación de medios de comunicación formalmente vinculados con partidos políticos). En cuanto al global, las redes sociales han demostrado ser generadoras de divisiones políticas en una buena parte de las democracias del planeta. Instalan en la agenda pública una idea contraria a la concepción de democracia deliberativa, en la que los sujetos debaten de buena fe y alcanzan las mejores ideas colaborativamente a partir del intercambio. Propician, en cambio, el deseo de derrotar, chicanear e injuriar al que piensa distinto. Las ideas radicalizadas se viralizan mucho más que las moderadas (alcanza con ver los alcances de declaraciones de Luis D´Elia, Hebe de Bonafini o Javier Milei y compararlos con las de Gustavo Béliz, Vilma Ibarra o Emilio Monzó).

En este marco, se agravan fenómenos que ya nos generaban enormes perjuicios. Así, cada vez más, parece que cada dos años nos jugamos el partido de nuestras vidas, que nuestro futuro se define en el resultado de una elección, incluso en las de medio término. Esto tiene consecuencias muy graves para el funcionamiento del Estado, lo cual puede ser atestiguado por cualquier persona que haya trabajado en una oficina gubernamental. Por un lado, en los años electorales se reduce groseramente la productividad de una buena parte de las agencias públicas e, inclusive, se les pide a muchos agentes estatales que se involucren en las campañas oficialistas. Por el otro, cuando se produce un cambio de gestión, quien asume pretende hacer borrón y cuenta nueva y dejar sin efecto una parte relevante de las políticas públicas en marcha. No hace falta decir que los países a los que les va mejor nos muestran la importancia de profesionalizar las carreras del sector público, generar continuidades y previsibilidades de los actos públicos como factores esenciales para el desarrollo.

La grieta en el tiempo electoral

Siempre se dice que el fútbol brinda excelentes ejemplos para distintos aspectos de la vida y, en efecto, la organización de nuestro campeonato local parece una réplica del funcionamiento de nuestro Estado. Mientras la enorme mayoría de los países tienen el mismo formato de torneos locales a lo largo de décadas, nosotros hemos pasado en los últimos treinta años por alrededor de quince cambios de formato. Como es obvio, el fútbol argentino no para de decaer, inclusive como formador de jugadores de exportación. En materia de políticas públicas, es sencillo encontrar un ejemplo equivalente: la ley de economía del conocimiento (para promover las industrias vinculadas al software) fue aprobada por unanimidad por el Congreso en 2019 y, sin embargo, fue suspendida pocos meses después por el nuevo Poder Ejecutivo, lo cual además de una evidente inconsistencia económica representa un defecto institucional severo pues el Poder Ejecutivo no debería poder suspender una ley del Congreso.

Nuestros representantes son, a la vez, receptores de la polarización social, generadores de mayores divisiones y aprovechadores de lo que ella genera. Así, la circunstancia de que el Congreso no pueda generar acuerdos de mayorías agravadas y no deban brindar explicaciones por ello termina beneficiando a la clase política. Como ejemplos concretos, el hecho de que no puedan ponerse de acuerdo durante años para nombrar al Procurador General o al Defensor del Pueblo queda diluido en el marco de la grieta y muestra cómo ésta justifica la vulneración de instituciones vitales para la democracia. En definitiva, permite que los poderes políticos queden menos controlados (ambas instituciones tienen entre sus mandatos el de controlarlos).

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En los momentos de nuestra historia en los que se han evidenciado los enfrentamientos más duros, cada uno de los sectores involucrados suponía que iba a poder imponerse por sobre el otro y su victoria iba a suponer el fin de la desdicha del país. En numerosas ocasiones, estos intentos se realizaron a través de la violencia, llegando al extremo de producirse un genocidio. A esta altura, ha quedado evidenciado que ningún sector va a poder reducir a su adversario y, por lo tanto, tenemos que intentar lograr la bendita convivencia entre sectores y personas que piensan muy distinto.

Mejorar la discusión pública sobre cómo hacer para que se genere un cambio de esta envergadura es, pese a la urgencia, una cuenta pendiente. Hay muchísimas personas que están en este momento preguntándose cómo oponerse a que las agendas queden signadas por quienes se encuentran en los extremos del espectro. Visibilizar cada vez más el grave perjuicio y aún mayor riesgo que conlleva esta situación, hacerse escuchar entre tanto griterío, conformar algún tipo de movimiento social contrario a la polarización, exigir posiciones conciliadoras a nuestros representantes son todos enormes desafíos que tenemos por delante para evitar la catástrofe que cada día parece más cercana.

 

* Ezequiel Nino. Abogado, UBA. Profesor de la UP. Co-Fundador de ACIJ -Asociación Civil por la Igualdad y la Justicia-.