OPINIóN
Análisis

Necesitamos una Corte más comprometida con el fortalecimiento de la democracia

La actual y dañosa polarización entre sectores políticos genera un déficit severo de acuerdos sobre las reglas de juego básicas del sistema e incrementa la judicialización de las decisiones políticas por parte de esos propios actores.

Justicia
Justicia | S. Hermann & F. Richter / Pixabay

Tuve el privilegio de conocer -y de ser inspirado por esos intercambios- a Genaro Carrió, Jorge Bacqué y Enrique Petracchi, tres de los miembros de la Corte Suprema de Justicia de la Nación del regreso de la democracia, reconocida casi unánimemente como una de las formaciones más prestigiosas de su historia

Sus cinco integrantes no solo contaban con una muy elevada formación jurídica sino también con una visión institucional sobre el rol de ese órgano en el sistema democrático, de las potestades que la Constitución le otorga en el esquema de frenos y contrapesos sobre los poderes políticos, la independencia que debe mantener respecto de ellos y el significado de la delicada misión de poseer la última voz en la interpretación de la Carta Magna. 

En aquel momento histórico de esa incipiente democracia tuvieron que lidiar con desafíos únicos propios de esa transición. Sus sentencias fueron vitales para la consolidación del flamante sistema de gobierno, la investigación de los hechos terroríficos perpetrados durante la década anterior y la recuperación de los derechos civiles y políticos de una ciudadanía que los había perdido casi completamente. Muchos de sus fallos forman parte de los programas de estudio de las distintas facultades de derecho del país porque han sentado bases insoslayables de la organización de poder y la promoción de los derechos humanos en Argentina. 

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Quienes fueron testigos de las reuniones en acuerdos semanales de ese Tribunal relatan como un privilegio haber podido presenciar la exquisita forma de deliberación y búsqueda de consensos que se generaba en esa sala, el respeto mutuo que mantenían pese a las diferencias pero, sobre todo, la mancomunión con el objetivo de fortalecer y legitimar el rol del Alto Tribunal en particular y del Poder Judicial en general

Lamentablemente, la ampliación de la Corte durante el Gobierno de Carlos Menem y el nombramiento, en esos nuevos puestos, de jueces sin la formación, el prestigio y la independencia de los anteriores echó por la borda la tarea de recomposición de autoridad que había sido construida con paciencia y responsabilidad de orfebre durante aquellos años (y a Jorge Bacqué quien renunció el mismo día que fue sancionada la ampliación).  

“Fast forward” al día de hoy y una aclaración importante: este artículo no debe ser leído como una adhesión a cambios en la cantidad de integrantes ni a intentos de destitución originados en fallos adversos contra algunos ex funcionarios (cualquier funcionario que promueve cambios estructurales en la Corte por recibir fallos contrarios va contra el sistema de división de poderes de la democracia).

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Hemos vuelto a tener una composición de cinco miembros, pero con grandes diferencias con aquel tribunal de la restauración democrática. Entre otros problemas que se evidencian aparecen las manifiestas desconfianzas mutuas que se guardan sus integrantes (incluidas peleas públicas entre el actual Presidente del tribunal y el anterior), una enorme dificultad para generar consensos y una ausencia de una agenda de reconstrucción institucional del Tribunal y del Poder Judicial en general.  

Y, sin embargo, el rol que debe asumir la Corte en la actualidad es tan importante o más que en aquella etapa de recuperación democrática porque debe poner límite a una degradación institucional que no encuentra piso. La actual y dañosa polarización entre sectores políticos genera un déficit severo de acuerdos sobre las reglas de juego básicas del sistema e incrementa la judicialización de las decisiones políticas por parte de esos propios actores. A eso se le suma un claro designio actual por parte del Poder Legislativo para seguir reduciendo la independencia de la justicia. Como consecuencia de esto y de la penosa situación social en la que se encuentran sumergidos numerosos sectores de la sociedad, existe un descreimiento sobre las clases dirigentes y un consecuente riesgo de formarse  un caldo de cultivo para experiencias antidemocráticas.

En este contexto, una parte importante del Poder Judicial no asume que debe recuperar su legitimidad extraviada y actúa como si fuera un poder secundario respecto de los demás. Su “auto-afligida” falta de independencia se manifiesta con solo advertir que los jueces modifican radicalmente las formas y resultados de los asuntos de interés público según quien gobierna. Esto se hace muy evidente al ver cómo se van modificando los tiempos y resultados de las investigaciones de corrupción luego de cada proceso electoral. 

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Todo esto hace que tengamos una necesidad imperiosa de que la Corte, como último garante de la Constitución, asuma la responsabilidad crucial que tiene como tribunal superior de un poder estatal con la potestad, entre otras, de evaluar la legalidad y constitucionalidad de los actos públicos. Esto no implica que asuma funciones ejecutivas, como muchos críticos a la intervención judicial en asuntos públicos suelen hacer, sino que sean fieles a los principios que han dotado al tribunal de autoridad para, entre otras funciones, poder repeler anomalías e irregularidades en el ejercicio del poder político. Si cumple con ese mandato, podríamos contar con reglas democráticas más claras, instituciones más sólidas y una mayor proporción de representantes abocados al bien común y no al interés personal. 

A los integrantes de la Corte, la ciudadanía les otorga privilegios inimaginados para otros actores del Estado. No deben someterse al voto popular para asumir sus cargos y, una vez que consiguen su nombramiento, lo mantienen de por vida (los integrantes de los poderes políticos pasan mientras que ellos se mantienen). Tienen los sueldos y jubilaciones más altos de toda la administración pública, grandes beneficios laborales y la posibilidad de contar con asistentes técnicos de muy alta formación profesional.  

Como institución, la máxima autoridad judicial tiene también privilegios muy relevantes: posee discrecionalidad para fallar en los casos que considere relevantes, no tiene plazos estipulados para hacerlo y no existe comisión del Congreso encargada de examinar su trabajo como sí la hay sobre el Ministerio Público por ejemplo. Cuenta con recursos económicos muy importantes con los que ha podido generar un fondo de reserva anticíclico que ningún otro organismo estatal tiene. 

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Aunque muchas veces los ciudadanos reclamamos por la desigualdad que todo esto implica, una parte de estos privilegios tiene un sentido en la arquitectura constitucional. El sistema republicano de gobierno ha diseñado un mecanismo de división entre poderes políticos y jurisdiccionales que requiere que los magistrados gocen de este tipo de estabilidad, resguardos emocionales y materiales para poder desempeñar una tarea muy delicada especialmente en relación a quienes ejecutan las políticas públicas y definen el presupuesto público. Por supuesto que en un país tan anómico en el que alcanza con levantar la vista para identificar anomalías ésta no es una tarea sencilla por los enfrentamientos que necesariamente habrán de generarse con aquéllos pero nadie dijo nunca que ser juez de la Corte fuera una tarea apacible.

En los últimos años, el Alto Tribunal ha adoptado actitudes que van en contra de los principios que debe defender con el mayor de los énfasis. Son el tipo de decisiones u omisiones que deberá rectificar si decide ir en busca de ese prestigio perdido. Aquí solo algunos ejemplos: tiene a estudio hace muchos años expedientes de corrupción que van a cumplir treinta años con la prescripción por fallecimiento de Menem como representación más evidente; tiene hace más de cinco años, sin resolver, la impugnación a la reforma legal del Consejo de la Magistratura de la Nación de 2006; dictó hace mucho tiempo sentencia en casos estructurales como la contaminación del Riachuelo o la sobrepoblación carcelaria en la provincia de Buenos Aires y no supervisa firmemente el cumplimiento de esas decisiones convirtiéndolas en letra muerta; ordenó hace mucho tiempo la restitución del procurador de Santa Cruz y no se encargó de que esa provincia acate la sentencia; incumple con sus propias disposiciones en materia de transparencia y participación y con las leyes nacionales que regulan esas materias. 

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Hace poco tiempo varios políticos explicitaron una reivindicación a la “rosca” como la forma de actuación que tienen para lograr consensos y avances en sus gestiones públicas. Más allá de la discusión generada sobre esas formas, en la dinámica entre el Poder Ejecutivo y el Poder Legislativo, esto alumbra justamente el tipo de actitud que la Corte no puede adoptar y la importancia de que se mantenga al margen y lo haga de una manera ejemplar hacia la sociedad y los tribunales inferiores. La Constitución no diseñó a la máxima autoridad del Poder Judicial para que emprenda negociaciones con los otros poderes del Estado y mida los  tiempos de sus acciones milimétricamente para evitar incomodarlos. Lo hizo con las atribuciones y características necesarias para que se mantenga ajena a ellos y pueda intervenir puntual y firmemente cuando detecta falencias propias de quienes están expuestos a mecanismos electoralmente muy competitivos e intensos en los que deben construir y reafirmar su poder constantemente. Esta Corte puede y debe ser bien distinta de lo que es en la actualidad.

 

* Ezequiel Nino. Abogado, UBA. Profesor de la UP. Co-Fundador de ACIJ -Asociación Civil por la Igualdad y la Justicia-.