Fui a tomar un café, temprano, cerca del puerto de Olivos. Me atendió una moza colombiana, muy despierta y ávida de hablar de su país.
Otros no tenían ganas de escucharla, le daban sus propias razones, que consideraban más acertadas. Yo decidí detenerme y escuchar. Ella describía los cafetales en los que creció, su familia y el sabor del aguapanela y yo los veía y saboreaba, a través suyo. La melancolía tenía el ritmo de su risa. Fue esa manera feliz de añorar su tierra y su forma distinta en el decir lo que la hicieron el centro de mi curiosidad, y el disparador de este texto.
Hace mucho que escribo. Cuando lo hago me gusta vincular temas que en principio parecen distantes entre sí, como por ejemplo el arte y la política o la dramaturgia y la Educación Sexual Integral.
Primero escribir, después vivir
Cuando analizo los lazos que existen entre unos y otros, me doy cuenta de que nuestras mentes entrenadas para clasificar, caen en la trampa de pensarlos por separado. Solemos entender a la política como algo útil, a la ESI como un asunto escolar y al arte como una actividad ociosa, lejos de ser considerada una ocupación de primera necesidad, ya que “El arte es el primer lujo que se descarta en tiempos de crisis; el artista es el primero de los trabajadores en sufrir” (Woolf, Virginia. Los artistas y la política, 2022, p.19).
Entiendo que los hechos no pueden ser vistos como fenómenos aislados porque, igual que las personas, unos modifican a los otros. ¿Pero qué pasa cuando algún hecho es resistente al cambio? Tenemos un conflicto. En dramaturgia encontrar la manera más eficaz de mostrar esa resistencia es fundamental. Independientemente de cómo presentemos esos hechos en el texto, primero debemos lograr identificar esa tensión de fuerzas, esa pulseada que se da entre lo institucionalizado y lo revolucionario.
Organizar el conocimiento que tenemos acerca del mundo que nos rodea es parecido a estructurar un relato: debemos ser desobedientes con la estructura si queremos que aquello que estamos narrando cobre vida.
Escribir y leer en tiempos digitales
Organizarnos tiene que facilitar nuestra capacidad de improvisar soluciones creativas, esas que nos desorganizan nuevamente. Nuestra percepción de la realidad será tan variada como puntos de vista tengamos acerca de los hechos (y omisiones) que la componen. Sin embargo no es así como aprendemos a pensarla.
La realidad se nos presenta normalizada, institucionalizada y mediatizada a través de distintos canales que van formando nuestra opinión y nos van cerrando en un determinado discurso, que hacemos nuestro: compartimos gustos, intereses, ideologías, información, que tienen una pretensión totalizadora, pero que en verdad son un recorte manipulado. Querramos o no, este cauce que se nos impone, determina nuestras acciones, pero fundamentalmente nuestras reacciones, porque nos hace menos capaces de pensar desde perspectivas ajenas a la propia o de entender otros puntos de vista y otras necesidades. Incapacita nuestra facultad de escuchar, de ver, de sentir. Nos aísla y al mismo tiempo nos agrupa: por edades, por clases sociales, por intereses, por religión, por género, por nacionalidad, por jerarquía… por prejuicios. Nos hace recorrer caminos que el arte, y por supuesto la política, deben desandar para producir un cambio. Si fuéramos los personajes de una ficción nos la pasaríamos reaccionando y la obra sería un encadenamiento de repeticiones sin salida o con una solución obvia y predeterminada por la autoría, que nunca sería fruto de acciones propias.
Tener una visión sesgada de la realidad, con pretensión totalizadora nos convierte en clientes, antes que en personas comprometidas con la sociedad y con el mundo en el que vivimos. Empobrece nuestras experiencias, porque nos cierra a las experiencias de las otras personas y nos hace vulnerables a cualquier discurso prejuicioso. Nos vuelve reactivos a quienes no consideramos parte de nuestro grupo de pertenencia. Pero no somos plenamente conscientes de ello. Si lo fuéramos, romperíamos ese ciclo que se cierra sobre sí mismo, cortaríamos ese eslabón que en el curso de la historia nos encadena a decisiones que no hemos tomado.
Este sesgo empobrece nuestro pensamiento y limita nuestra capacidad de crear. Quienes escribimos no deberíamos permitirnos esa inconsciencia. Si escribir bien es comunicar bien, debería ser una herramienta de ruptura, una acción desestructurante. Si “Todo arte de escribir es hacer una disgresión y saber volver” (Villanueva. Las clases de Hebe Ugarte, 2020, P.9), para ello es necesario distanciarse de todo para luego abrazarlo, desgranarlo y rearmarlo, escuchar todas las voces como parte de un coro universal, tratar de entenderlas individualmente y en su contexto, volver luego sobre la propia voz y comprenderla como un fenómeno nacido del rebote del sonido en la propia cueva, en el círculo íntimo, a escala del conocimiento de mundo que poseemos.
Sólo después de haber sido capaces de ir y volver, más de una vez, emitir un juicio y ponerlo en duda, discutirlo. Así tendremos un texto que valga la pena leer, un recorte válido que incluso llegue a asombrarnos, que nos supere. De lo contrario escribiremos desde el prejuicio, y eso es lo que comunicaremos y lo que nuestra reacción reproducirá en cadena.
Tener una visión sesgada de la realidad, con pretensión totalizadora nos convierte en clientes, antes que en personas comprometidas con la sociedad y con el mundo en el que vivimos.
Imaginen por un momento conmigo que era yo la moza, argentina, sirviendo café en alguna ciudad de Colombia. No hubiera estado tan despierta aquella mañana. Mi melancolía habría tenido el ritmo de la garúa “sola y triste por la acera…”. Ávida de hablar, hubiera traído a cuenta el mate amargo y las mañanas frescas de sol en Parque Saavedra, mi infancia en las calles de Lanús y un perro al que llamábamos Batuque que ladraba su reflejo en el espejo de la cómoda de mi abuela. Ella, la colombiana, y yo, la argentina, seríamos dueñas de la misma añoranza, pero con distinta forma.
* Judit A. Gutiérrez. Dramaturga y directora de teatro.