OPINIóN
Derecho para no abogados

La Constitución, esa ilustre desconocida

La Constitución tiene la particularidad de los textos fundamentales: todos creemos conocerla, pero muchos tenemos una idea equivocada de ella.

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Constitución Nacional | cedoc

El complejo sistema judicial argentino está delineado solo superficialmente en la Constitución. Lo único que vemos allí es la punta del iceberg: la Corte Suprema.

La Constitución dice mucho sobre el Congreso (su sección específica abarca 43 artículos), define bastante sobre el Ejecutivo (lo trata en 21 artículos), y detalla muy poco acerca del Poder Judicial. Le dedica formalmente solo 12 artículos en la sección tercera de la “parte orgánica”, aunque también en otras partes de la Constitución figuran normas sueltas que lo involucran, como el art. 99 inc. 4 CN que especifica el nombramiento y la remoción de jueces.

Nuestra descripción del sistema judicial va a seguir en lo general el orden de aparición de temas en la Constitución, comenzando por la Corte Suprema, su órgano-cúpula y el más visible, para luego referirse a los “tribunales inferiores” (así se los denomina en el texto).

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Poder judicial no es justicia. En este libro hemos señalado una y otra vez que la Constitución no es un texto autosuficiente, marmóreo y estelar, sino una producción humana llena de compromisos y no autovalente: muy necesitada, por el contrario, de mandatarios y de intérpretes.

De igual forma vamos a evitar presentar una imagen cándida y edulcorada de la función del Poder Judicial, que no es un órgano heroico y sobrehumano dentro de la división de poderes, sino un engranaje más que tiene sus defectos propios. La función del Poder Judicial, sin embargo, hace que esas falencias sean algo distintas de las que pueden mostrar los otros poderes. Debe decirse que esta situación no es peculiar de nuestro tiempo (la crítica a los jueces que vemos en todos los medios tiene una larga historia, desde la antigua Roma hasta el Martín Fierro) ni de nuestro espacio nacional (como bien se advierte en visiones comparadas desde las ciencias políticas).

La primera idea que cabe señalar al respecto va en contra de la nominación de este capítulo, que no hace otra cosa que remedar el recurso que sirve para acortar los títulos cuando se escribe: “La justicia dijo que no había delito en el caso del ministro”. Todos sabemos que la convención es que eso en realidad lo dijo un juez, pero la metáfora es pegajosa y nos puede dar la errónea idea -por acostumbramiento- de invertir la causalidad: que todo lo que haya dicho un juez será justicia.

No es así, ni es esperable que sea así. La justicia es un valor constitucional preambular (¡la palabra aparece ahí dos veces!). La Corte Suprema la ratifica en su propia nominación, que se repite en todos los supremos o superiores tribunales de provincias. Pero esa “justicia” finalmente es una forma platónica, que aparece mediada por diversos algoritmos legislativos: eso son, en última instancia, los códigos “de fondo” y los procesales. Menos visibles, pero tal vez más influyentes, son otros problemas derivados de visiones patriarcales, corporativas, complacientes con el poder, o elitistas.

Así los jueces operan sobre un teatro de sombras chinescas mucho más imperfecto, del que a su vez ellos mismos forman parte. El resultado puede o no coincidir con la idea de justicia: muy frecuentemente no lo hará. En sus luces y en sus grises, los jueces no pueden ser demasiado distintos en su performance del entorno académico, jurídico y político que los alumbra, en ambos sentidos de esta palabra.

Dado que este es un libro modestamente didáctico, no hay aquí lugar para saldar cuentas con la crisis de legitimidad de los poderes públicos, con el empobrecimiento de las capacidades estatales, y con los inconvenientes de eficiencia y de descrédito en los poderes judiciales, incluidos en el combo los juicios paralelos mediáticos y la puerta giratoria de politización de la justicia y judicialización de la política.

Los problemas son teóricos y prácticos, y tan acuciantes que las soluciones se proponen con gran optimismo predictivo, en algunos casos con lógica de reformas judiciales parciales o integrales, con modificaciones de legislación, con cambios de elenco en las magistraturas, con dosis administradas de capacitación, y/o con transformaciones gerenciales de gestión judicial.

Lo importante es que una y otra vez debe evitarse a toda costa la visión desjuridizada de nuestro gobierno en general y de los poderes judiciales en particular. La justicia platónica o ideal puede ser cosa de filósofos, pero aquí nos importa una justicia republicana y terrenal, una que exige ver a los jueces como curadores y custodios no solo de las taxativas reglas de la Constitución, sino también de las ideas que ella contiene, y que por economía conceptual podríamos llamar sus “valores”.

 Nuestro recorrido empezará por la cúpula: el tribunal más conocido del país, y el más importante.

La Corte Suprema. Es el único tribunal que la Constitución menciona, y la cúpula del Poder Judicial. Un poder que a diferencia del Congreso (interrumpido durante los gobiernos autocráticos) y del Ejecutivo (sostenido también, pero marcado por mandatos periódicos en democracia e intermitentes derrocamientos golpistas) mantiene su continuidad formal desde el 15 de octubre de 1863, cuando dictó su primer fallo.

Sus jueces deben cumplir con requisitos especiales para acceder al cargo (edad, formación, tiempo de ejercicio) y además –desde 1994– con un piso muy alto de consenso que se requiere para la aprobación de sus nombramientos: dos terceras partes de miembros presentes del Senado. La Constitución –a diferencia de lo que han hecho muchas constituciones provinciales– no predeterminó el número de miembros de la Corte, que ha sido de 5, de 7 y de 9. Su última versión fue la versión más “corta”, y es la que más tiempo ha tenido durante su historia. Hasta 2020 el historial de la Corte Suprema nos mostraba que habían pasado por el tribunal 113 jueces.

◆ Muchos jueces tuvieron corta duración en su cargo: 43 de ellos (el 38%) estuvieron en funciones por un período de tiempo que no llegó al de un mandato de diputado: fueron supremos por cuatro años o menos.

◆ Esto se explica en parte porque luego de su formación inicial en 1862, la Corte fue reseteada al menos ocho veces más: en 1946 (luego de la destitución de cuatro de sus cinco integran- tes), y en los cambios de gobierno (de jure y de facto) de 1955, 1958, 1966, 1973, 1976, 1983 y 1989 (en este último caso con la ampliación de 5 a 9 miembros).

◆ Los únicos jueces que estuvieron más de treinta años en el cargo son Petracchi y Fayt, desde 1983 hasta 2014 y 2015 respectivamente.

◆ La edad promedio de los jueces que integraron la Corte Suprema en su historia es de 56 años. Hubo cuatro sub-40: Julio Oyhanarte (37 años, 1958), Onésimo Leguizamón (38 años, 1877), Ricardo Colombres (38 años, 1960), Calixto de la Torre (38 años, 1882). Y siete jueces fueron nombrados con más de 70 años. Los dos jueces de mayor edad al ingre- sar a la Corte tenían 76 años: Alejandro Caride en 1976, y Ricardo Levene (hijo) en 1990.

◆ Reincidentes: cuatro jueces fueron designados más de una vez. Es el caso de José Benjamín Gorostiaga (estuvo en la Corte de 1865 a 1868, y de 1871 a 1887), de José F. Bidau (de 1962 a 1964, y de 1967 a 1970), de Julio Oyhanarte (de 1958 a 1962, y de 1990 a 1991), y de Ricardo Levene (de 1975 a 1976, y de 1990 a 1995).

◆ 107 personas distintas fueron jueces de la Corte Suprema, de las cuales solo tres fueron mujeres. Margarita Argúas (1902-1986), nominada por el presidente de facto Rodolfo Levingston, fue la primera mujer en un Superior Tribunal en las tres Américas, y estuvo en la Corte de 1970 a 1973. Las dos últimas llegarían recién en el siglo XXI: en 2004 fueron designadas Carmen Argibay (1939-2014) y Elena Highto de Nolasco.

◆  El juez que más al sur nació de todos fue Julio Oyhanarte, que es oriundo de la ciudad de La Plata.

¿Tiene que haber necesariamente una sola Corte? Algunas voces han sugerido que no. De hecho, en algunas constituciones provinciales sus Cortes o Superiores Tribunales se encuentran divididos en “salas”. De esa forma existe una “división del trabajo”, por la cual los casos que llegan a ese Tribunal para revisión son resueltos por jueces especialistas en ciertas materias, y así se configura una “Sala Civil”, una “Sala Penal”, etc. Pero a nivel federal la Constitución no ha contemplado esa variante, lo que parece ser un obstáculo decisivo para la “división en salas” de la Corte Suprema.

Mas allá de esa cuestión normativa, la idea de la división en salas a nivel federal nos va a parecer también desaconsejable por otros dos motivos: es posible mostrar que resulta funcionalmente innecesaria (porque la Corte no resuelve casos “disciplinariamente” penales o civiles que requieran de una formación “de nicho” en cada materia, sino casos constitucionales o institucionales que no dependen de conocimientos especializados) y además puede ser inconveniente (porque la multiplicidad de salas podría llevar a la inconsistencia de criterios en cada “ventanilla” de atención).

 

Cómo trabaja la Corte Suprema. A diferencia de un tribunal común (que debe dictar sentencias en el tiempo estipulado en los códigos procesales), la Corte no tiene tiempos para pronunciarse. Su arco de posibilidades es amplísimo: aunque muchos casos se resuelven (en general de modo denegatorio) en cuestión de meses, otros llegan a permanecer pendientes de decisión durante años. En casos muy excepcionales puede la Corte resolver en días o se- manas (como por ejemplo ocurrió con dos casos que tuvieron lugar en la pandemia de covid-19: la petición de sesiones virtuales en el Senado en 2020, y el reclamo por parte de la CABA respecto de la presencialidad escolar suspendida por DNU en 2021).

La Corte es una burocracia extremadamente productiva si se la ob serva en números. Ha llegado a dictar más de 14.000 fallos en 2008, lo que equivale a unos 300 fallos por semana (teniendo en cuenta los períodos de feria judicial de verano y la feria chica de invierno, que solo involucran decisiones muy puntuales). Cierto es que desde ese punto cenit la Corte ha venido reduciendo su número de salidas, que desde hace años está por debajo de los 8000 casos por año. La gran mayoría de esas sentencias son denegaciones de recursos por cuestiones formales y otros casos de resolución que no requieren sentencias desarrolladas. Las que sí entran en esta última categoría terminan ocupando una pequeña fracción del total, alrededor de unas 300 sentencias por año.

Para sostener su productividad la Corte dispone de un sistema de trabajo organizado en vocalías (el equipo más propio de cada juez) y secretarías (la parte del staff que está instaurada con una lógica temática y no responde a un juez en particular). Tanto en las vocalías como en las secretarías hay funcionarios judiciales que estudian las causas conforme a líneas generales dadas por los jueces, y elaboran “proyectos” de sentencia que empiezan a circular como insumo de la decisión. Esto implica que los jueces de la Corte no estudian y deciden los casos mirándolos personal- mente uno por uno, sino a través de esta “línea de montaje”.

Las audiencias públicas.  El proceso ante la Corte fue por un siglo y medio monótonamente escrito. Recién entrado el siglo XXI hicieron su aparición las audiencias, que se convocan excepcionalmente en casos muy relevantes por su trascendencia para escuchar no solo a las partes, sino a otras personas de la sociedad civil o expertos que alegaban sobre el caso (usando la figura de “amigo del tribunal”: amicus curiae). La idea en cierto punto se inspiraba en el modelo de la Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos, que celebra audiencias en todos sus casos (lo que puede darse el lujo de hacer porque limita mucho el número de causas que toma para resolver, a tal punto que falla menos de cien casos por año).

Podía ser dable esperar un acercamiento a ese modelo, pero las audiencias quedaron más bien como rarezas. La Corte celebró solo entre dos y tres por año: 31 en total entre 2008 y 2019, y ninguna en 2020 y 2021. Es algo que lamentamos, porque esos encuentros nos brindaron una verdadera “realidad aumentada” sobre las implicancias del caso a discutir, con un activo involucramiento de los jueces en intervenciones y repreguntas que ponían en acto una deliberación pública (y algunas además tuvieron gran repercusión, como la audiencia dedicada a la “Ley de Medios” de agosto de 2013).

*Abogado. Secretario de Jurisprudencia del Superior Tribunal de Justicia de la provincia de La Pampa. 

Fragmento de su libro Brevísimo curso de derecho para no abogados.