“Mientras un gobierno puede ser constitucional sin ser democrático, no puede ser democrático sin ser constitucional” Clinton Rossiter, “Dictadura Constitucional. Sobre la crisis de las democracias modernas”, 1948.
1. ¿Está en peligro la democracia en Estados Unidos?
La crisis institucional de los Estados Unidos, potenciada por la inflación y las guerras culturales, podría ser una oportunidad para identificar los desafíos y peligros de los gobiernos democráticos y constitucionales en las próximas décadas. Dado que la distracción es la forma social de dominación en las sociedades contemporáneas es probable que perdamos esa oportunidad. No se puede reconstruir ninguna comunidad sin atención y escucha. Dicho esto, la tendencia estadística a nivel global es hacia el crecimiento de los gobiernos autocráticos, las democracias delegativas, los autoritarismos competitivos y los populismos posdemocráticos con amenazas directas a libertades y derechos.
Las últimas dos elecciones presidenciales en EEUU, 2016 y 2020, generaron prácticas inéditas de negación de resultados electorales, teorías conspirativas y campañas de falsas noticias que impiden a cualquier sociedad tener una realidad política compartida. En ambos casos, con diferentes grados y matices, hubo prácticas de zig zag, primero reconocimiento de resultados y después negación de esos resultados para conseguir aplausos de un público ya polarizado. Esta práctica se potenció social y partidariamente en 2020 aún cuando ya existía. Estamos ante un sistema electoral federal, complejo y descentralizado, con antecedentes judiciales explosivos como “Bush vs. Gore” (2000) o “Citizens United” (2010). En las estrategias electorales siempre hubo supresión de votos. Hoy, en cambio, ese territorio en disputa -que tuvo reformas legislativas a nivel estadual- tendrá una posible batalla judicial sobre resultados y una final negación de dichos resultados electorales y/o judiciales usada como arma para secesionarse con evidencias y verdades no compartidas.
Es el malestar de la comunidad liberal, alimentada por una crisis económica de la sociedad del consumo, la que genera la crisis constitucional. La inflación en Estados Unidos fomenta una desazón en la cultura política que neutraliza a élites aristocráticas con retóricas democráticas e identitarias que abandonaron a las clases medias y sus votantes mayoritarios a la mera supervivencia y al espectáculo desagradable de la descomposición de sus sueños con liderazgos en extremo débiles y sin un plan de inclusión económica de largo plazo. Élites en cámaras de eco que siguen sin entender la transición ocurrida en las últimas décadas en la estructura social ni escuchan a la sociedad fragmentada que pretenden representar. Otras élites igual de oligárquicas -más porosas al cambio cultural en curso- con manipulación directa y retóricas de populismo cínico cultivan adeptos en ese campo de desilusiones, soledad y angustia profunda. La ruina de la economía hace que el compromiso democrático desaparezca, que se transforme en votos desencantados del mañana dado que las condiciones materiales, no las pantallas y batallas identitarias, son las priman. La hipocresía de lo políticamente correcto y la impostura que señala virtud abre el camino al cinismo más violento, a las carencias reales, a la manipulación de los miedos y pasiones.
Falta desarrollar políticas públicas contra las raíces de dicho malestar y tampoco hay una narrativa de contención frente a sus consecuencias. Crisis económica, inflación, descontento social, la lógica de amigo y enemigo potenciada, segmentación en cámaras de resonancia, pánicos morales para generar políticas de temor y violencia -ya advertidos en teoría crítica de la raza y en educación sexual-, entre otras, son características de la desesperanza social estructural y encuentra a sociedades de todas las latitudes llenas de resentimiento e incertidumbre. Tanto Europa como Estados Unidos enfrentarán una ola polar de descontento intenso, un duro invierno político golpeará no sólo el hemisferio norte.
La preocupación por las facciones y por sus pasiones está en el origen de la Constitución de los Estados Unidos desde 1787. Actualmente la atomización, la fragmentación polarizada de una sociedad sin cohesión y con una sensación de desintegración de la identidad nacional, habita de costa a costa. Como ya afirmamos, la violencia en las calles durante el año 2020 fue prólogo de las expresiones sociales que concluyeron en el ataque al capitolio del 6 de enero de 2021. En definitiva, actividades de patrullas de choque y teorías conspirativas alimentando planes de acción concreta. Extremismos de derecha e izquierda en un ciclo autodestructivo sin espacio de mediación ni freno. Las realidades paralelas son fomentadas por plataformas que impactan en una disonancia cognitiva y en el nihilismo social en crecimiento. Los atentados en Buenos Aires contra la Vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner y en San Francisco la invasión a la casa de Nancy Pelosi y el ataque a su esposo -el pasado 28 de Octubre- no son síntomas de una violencia política pasajera, sino de un malestar sistémico que debería obtener una respuesta y una política pública de largo plazo.
El dolor en las mayorías transversales, de las clases trabajadoras empobrecidas, de los diferentes grupos amenazados por cambios que no entienden y un entorno mutando, con ansiedad de status, abandonadas por un sistema político paralizado y que le ofrece políticas identitarias de dispersión sigue siendo la regla. Ignorar el sufrimiento de esas mayorías solitarias, tristes y resentidas condena a las fuerzas políticas a la infertilidad de cualquier agenda de regeneración de vínculos sociales de contención, de una comunidad que quiera volver a construir una identidad nacional incluyente.
La necesidad de una certeza en tiempos de tormentas hace que el cinismo gane ante el fracaso de los relatos de la hipocresía liberal basada en un futuro que no fue ni será. Se piensa: prefiero reafirmarme con mi sentir incluso a costa de mi futuro económico, sus consecuencias materiales y hasta mi propia vida que sufrir el agobio de enfrentar la incertidumbre de la crisis social existencial. La soledad nutre la necesidad de cultos de reafirmación cuasi religiosa. Los malestares de las guerras culturales, sus cicatrices y traumas, dejan más terreno a los demagogos y a la producción de sugestiones de masas que manipulen esa ansiedad flotante y fomenten la participación social en procesos autodestructivos.
Los extremismos se alimentan de malestares extremos, intensos y reales. Eso es lo que las elites clásicas no entienden porque no tienen la empatía ni el compromiso de encarar los cambios estructurales para hacer un plan de largo plazo y mitigar esas dolencias sociales en crecimiento y posiblemente en profundización. Sin atender los factores emocionales del odio social, el deterioro de los ingresos los agudizará.
Las élites políticas clásicas están traicionando a las personas que justifican sus roles de poder y están siendo reemplazadas por nuevas élites que organizan el descontento social con mejor sintonía que aquellos que creen que con la superioridad moral se alimenta una familia y se calman las pasiones tristes. La crisis de las elites comenzó con las disonancias cognitivas producidas hace más de una década en las Universidades en las que se forman y fue potenciada por el impacto de las plataformas en la propia clase política castrada por su narcisismo, soledad e insensibilidad.
Ante esta situación, es esperable que el sistema político enfrente un test fundamental en esta elección de Noviembre del 2022. En los próximos años, el Congreso de los EEUU será un espacio en el que se revivirán los pedidos de juicio político y las prácticas de bloqueo legislativos y/o judiciales. En tiempos que requieren acción política coordinada con las alianzas más amplias, el Presidente y varios gobernadores estarán enterrados en arenas movedizas, restricciones económicas e incentivos a la confrontación paralizantes.
2. Una interpretación económica de la crisis constitucional en Estados Unidos.
Edward Luttwak, historiador vinculado al pensamiento conservador, afirmó que “de no cambiar la tendencia actual Estados Unidos sería en 2020 un país del tercer mundo” en una entrevista al diario francés Le Monde el 5 de Junio de 1995. Ese año los niveles de pobreza y desigualdad crecían en un contexto de empeoramiento de las condiciones de las clases medias y trabajadores de los centros urbanos. Se profundizará esa tendencia producto de los efectos de las reformas que concretó el partido demócrata con Bill Clinton en la presidencia.
Ese diagnóstico que Luttwak comenzó a realizar desde 1992 -después de doce fundamentales años de gobierno republicano- fue recordado por Richard Posner en su libro Intelectuales Públicos (2009) para apuntar cómo los intelectuales públicos usualmente predicen cosas que no se cumplen y señalar que son un colectivo en decadencia. En ambos puntos Posner tiene razón. Los intelectuales públicos mayormente hacen predicciones que no suceden —como esta nota puede probar— y actualmente están traicionando a la sociedad lo que refuerza su declive. En Estados Unidos, en Latinoamérica y en Argentina, usualmente los diagnósticos de los analistas políticos o económicos están sesgados a las facciones privadas o públicas, corporaciones mediáticas o partidos políticos con los que trabajan. Se niega la verdad, se refuerza la ideología. Esa parcialidad e insensibilidad, su desconexión con el principio de la realidad, se da en un contexto de ansiedad de la comunidad política diversa que está cada vez más polarizada, enojada y con una identidad nacional dividida. Treinta años más tarde, el psicólogo social Jonathan Haidt de la Universidad de Nueva York realizó un diagnóstico similar al de Luttwak en este año 2022 después de publicar una nota en la revista The Atlantic que explica el efecto de las plataformas en las economías del prestigio social que vivimos y las disonancias cognitivas que provocó en la calidad del debate público en Estados Unidos.
Facciones desacopladas de una sociedad dividida ven con desconfianza los discursos científicos que no hablan su mismo idioma segmentado. Las élites pueden vivir en sus burbujas hasta que en sus esferas atomizadas, a la Universidad por ejemplo, también llegan la posverdad, las fake news, las guerras culturales y los efectos concretos con resultados electorales sorprendentes -como sucedió para muchos en 2016- o los cambios en la estructura social y cultural que en las últimas dos décadas generó la fractura de la realidad. Las élites primero pueden ignorar, segundo pueden negar los cambios sociales, políticos y culturales irreversibles hasta que, por último, las elites son hackeadas y reemplazadas por otras élites que perciben esa metamorfosis social, los tiempos de cambio.
La guerra civil puede ser una cliché retórico, una forma de advertir un problema potencial. Sin embargo, las prácticas culturales bélicas ya están en todas las sociedades occidentales, partidas e hipersensibles. Especialmente se potenciaron en Estados Unidos como forma de construcción comercial y política. La lógica bélica de las guerras culturales e identitarias que siempre estuvieron hoy son incentivadas, monetizadas, formas de vida en las plataformas que llamados redes sociales y están generando nuevas confusiones cognitivas y deterioros en la salud mental de comunidades llenas de rabia en una economía que refuerza esa sensación empeorando sus condiciones materiales. Así la tensión se hace palpable y la inestabilidad aumentará.
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3. Parecidos de familia en la foto de las democracias comparadas.
La Constitución de Estados Unidos fue inspiración para todas las constituciones del mundo en los últimos dos siglos. Su crisis tendrá repercusiones globales inescapables. Lo que suceda con la Corte de Estados Unidos ante su próximo fallo sobre acciones afirmativas tendrá un impacto internacional y los próximos veinte años de su Jurisprudencia Suprema cada vez más regresiva y conservadora influirá directa o indirectamente, como ejemplo o contraejemplo, a la actividad judicial y sus teorías de legitimación de todos los sistemas políticos comparados.
Las parálisis y los sismos en los sistemas presidenciales en Estados Unidos, Brasil, Argentina y las turbulencias de los sistemas políticos parlamentaristas, clásico o constreñido, como los de Inglaterra y Alemania, tienen tantas semejanzas como particularidades en sus causas y consecuencias como en sus nuevos liderazgos de tormentas.
La crisis de ansiedad en la que está la democracia comparada tiene parecidos de familia junto al contexto de enrarecimiento de las condiciones económicas, ambientales y geopolíticas. Hace un siglo las arrogancias de las élites políticas y las preocupaciones de las clases trabajadoras en la crisis de Wall Street de 1929, la larga agonía de la república de Weimar o en las vicisitudes que llevaron al golpe de Estado de 1930 en Argentina compartían colores primarios aunque los materiales, sus terminaciones y las pinceladas hayan resultado diferentes. Es difícil dejar de pensar en esos contextos, en lo análogo y en lo dispar de los procesos políticos que terminaron con procesos autoritarios y violación sistemática de derechos humanos, en última instancia, con formas de sugestión de masas que abrazaron el mal radical.
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La democracia, como proyecto político, es una tecnología social en la que habitamos con ciertas prácticas y principios en común, quizás es la debilidad, la desaparición momentánea, de esos principios y valores presupuestos los que están generando la confusión y el ruido. Los valores de la sociedad suelen dar fundamento al sistema político. ¿Qué sucede cuando un sistema político funciona en base a principios políticos que la sociedad ya perdió? Quizás la hipocresía de ciertos discursos clásicos ya sea obsoleta y la potencia del cinismo sea parte de un nuevo set de reglas implícitas en sintonía a tiempos de transición. Un nuevo centro de gravedad de un planeta diferente, que trae nuevos lenguajes y prácticas que requieren nuevas formas de habitar esas tierras inciertas.
En un mundo con la expansión de gobiernos autocráticos y una sociedad con malestares superpuestos y problemas de salud mental, la defensa de los valores democráticos no puede realizarse con las retóricas puritana de la cancelación por parte de los inquisidores bienintencionados sino de una comunidad que quiera evitar la autodestrucción, prevenir la degradación suicida, contener a los que caen en la pobreza y son abandonados, que quiera actuar responsablemente y proteger a sus pares. La soberbia y la superioridad moral debe ser abandonada por una aceptación de los tiempos oscuros que nos afectan y hacen a todos igualmente vulnerables.
Toda fábula es teatral, guionada y una obra espectacular. Cuando la crisis hace que la ficción no interpele, el mito desaparece y deja un vacío que lleva a un desajuste que abre lo incierto, su reescritura. Más allá de las ironías presentes en el retrato de Grant Wood en un año crítico como 1939, la crítica de la hipocresía deberá ser profundizada porque las ficciones constitucionales, democráticas y económicas de los últimos setenta años están temblando por su fragilidad estructural. Como en el icónico cuadro de Grant Wood, hay nubes oscuras asomando sobre una artificialmente iluminada y ficticia puesta en escena. Si no queremos que caiga el telón, deberemos dejar de juzgar y comprometernos, dejar de señalar y actuar.
Lucas Arrimada es Profesor de Derecho Constitucional y Estudios Críticos del Derecho (UBA).