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La rutina de estar agotados

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Sanae Takaichi. Puso la lupa en el excesivo ritmo de trabajo. | AFP

La polémica en torno al excesivo ritmo de trabajo de la primera ministra japonesa, Sanae Takaichi, reavivó el debate acerca los efectos del trabajo extremo en la salud física y mental. Datos oficiales del Ministerio de Salud, Trabajo y Bienestar de Japón —citados en otra nota de PERFIL— revelan que en 2024 se registraron 1.304 accidentes relacionados con exceso de horas; de estos, 1.057 derivaron en trastornos mentales y 89, en suicidios. Son datos que invitan a una seria reflexión.

El filósofo Byung-Chul Han, en La sociedad del cansancio, sostiene que pasamos de una cultura del “debemos”, marcada por la obediencia, a una del “podemos”, regida por el rendimiento. Ya no hace falta que alguien nos ordene desde afuera; somos nosotros quienes nos exigimos hasta el agotamiento con mandatos disfrazados de libertad: ser mi propio jefe, ganar dinero mientras duermo, trabajar viajando, aprovechar cada minuto.

La consigna actual es clara: no hay tiempo que perder. En este clima se instala una nueva virtud contemporánea, el multitasking, entendida como la capacidad de hacer varias cosas al mismo tiempo en nombre de la eficiencia. Pero Han argumenta que, lejos de ser un progreso, es una regresión: en la naturaleza, muchos animales deben mantenerse en alerta constante incluso mientras comen. El multitasking reproduce ese estado primitivo, un organismo vigilante, nunca del todo presente y siempre al borde del sobresalto.

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Así, la hiperactividad termina degradándose en hiperpasividad: hacemos cada vez más (de lo mismo), pero decidimos cada vez menos. El deseo ha retrocedido ante la avalancha de estímulos que nos arrastran, dejándonos sin resto para cualquier acto creativo o espiritual. En este contexto, si bien aparentan ser fenómenos separados, hace poco, Japón reportó una baja de natalidad histórica y “extremadamente crítica”, según expresó el ministro de Salud Keizo Takemi. En un país que convirtió el rendimiento en religión, ¿no resulta casi lógico que falte tiempo hasta para desear hijos?

En esta época en que se venera la libertad, aparece una paradoja inquietante: somos nosotros mismos quienes nos imponemos la exigencia de rendir sin pausa, como si la posibilidad de hacer más nos obligara a hacerlo. Esa lógica no queda afuera del consultorio; llega en forma de pacientes angustiados por no alcanzar metas que nadie les pidió explícitamente, pero que sienten obligatorias. Lo revelador es que ese malestar no señala un fallo individual, sino un síntoma colectivo: vivimos en una cultura que convirtió la potencialidad en deber, y donde fracasar —o simplemente descansar— parece inadmisible.

El desafío no es hacer más, sino recuperar la capacidad de decir que no. El (falso) dilema de “la bolsa o la vida”, usado por los ladrones medievales, lo ilustra bien: parecía una elección, pero no lo era; la única opción posible era entregar la bolsa para conservar la vida. Hoy ocurre algo similar cuando creemos que podemos —y debemos— con todo. Podemos vivir sin cargar con todo; lo que no podemos es sostener una vida en la que nos exijamos como si fuera obligatorio poder con todo.

Si no importa cuánto hagamos; la sensación de insuficiencia se mantiene intacta, continuar por este sendero hará que el desenlace sea casi inevitable: o recurrimos al dopaje —químico o vitamínico— para mantenernos funcionando “al máximo”, o caemos en el agotamiento. Como decía Mafalda: “paren el mundo, que me quiero bajar”.

Por lo que, en un sistema que celebra el agotamiento, el verdadero desafío es animarse a descansar. Descansar no como un premio ni como un lujo, sino como un acto de resistencia frente a una cultura que confunde valor con rendimiento. Tal vez la pregunta final sea esta: ¿qué estamos sacrificando en nuestro afán por no sacrificar nada?

*Psicoanalista.