Los argentinos conocemos con lujo de detalles los primeros años de servicio a la patria del general San Martín. Evocamos con precisión al combate de San Lorenzo, obra gloriosa pero minúscula comparada con la titánica misión que culminó en el lejano Guayaquil.
Sabemos del épico cruce de los Andes, la victoria en las cuestas de Chacabuco, el desalentador revés de Cancha Rayada y el triunfo del ejército argentino-chileno en los llanos de Maipú.
Pero para la memoria nacional, la imagen del general se desdibuja durante la campaña del Perú, la más complicada de sus tareas, que lo llevó al glorioso momento de declarar la independencia de la hermana república, el 28 de julio de 1821, y su proclamación como Protector pocos días más tarde, el 3 de agosto.
Podría haber entrado a sangre y fuego a la Lima virreinal, pero el general lo hizo de noche y con un reducido séquito a fin de pactar los detalles de la rendición con el marqués de Montemira.
Al principio, los limeños lo vieron como el Libertador. Lo comparaban con Julio César, las madres le ofrecían a sus hijos para pelear por la libertad del Perú y los diarios lo llamaban “el ínclito varón”.
San Martín actuó con una moderación que algunos oficiales de su entorno, como Las Heras y el indómito almirante de la flota, Lord Thomas Cochrane, no compartían ni podían comprender. Creían que era el momento de perseguir a los realistas, hasta exterminarlos... pero San Martín consideraba que sus tropas no eran lo suficientemente fuertes como para acometer esa tarea que implicaba enfrentarse con un aún poderoso adversario. No, no se iba a jugar el futuro del Perú a un solo naipe.
Por consejo del astuto Bernardo de Monteagudo, San Martín no eligió ni el título de rey ni el de presidente –muy monárquico el primero, demasiado republicano el otro–, sino el de Protector, como el que había elegido Oliver Cromwell dos siglos antes, y el mismo que había usado José Artigas hasta poco tiempo antes, instaurando el federalismo en las provincias mesopotámicas.
“El gusto por la libertad nacerá como la consecuencia de la juiciosa implantación de las instituciones libres y de la facultad de ejercer los derechos civiles”, opinó oportunamente.
A pesar de ser el hombre del momento, la salud del general se desplomaba a ojos vistas. Esta fue una constante durante sus intensos días en América: somatizaba sus problemas.
A las puertas de Lima aún estaba la amenaza realista; sus oficiales argentinos y chilenos debatían sus medidas; los políticos peruanos no siempre respaldaban sus opiniones, y allí estaba el exaltado Cochrane, ávido de entrar en acción y tomar las medidas más redituables.
Recordemos que el almirante trabajaba con el mismo criterio de la marina británica: por cada nave capturada se repartían el botín entre la tripulación de acuerdo a su grado. Esta codicia le ganó el mote de "Lord Metálico".
En menos de un año, Lima se había convertido en un hervidero de rumores. Muchos de ellos difundían la intención del general de eternizarse en el poder, cosa que estaba lejos de estar en su mente.
Fue entonces que San Martin abandonó el palacio virreinal y se trasladó a la quinta de Jesús María, junto a su amante, la heroína merecedora de la Orden del Sol por sus servicios a la causa: Rosita Campusano.
Hija natural de una mulata y un rico funcionario, Rosita había llegado a Lima cinco años antes como la amante de un español acaudalado. Su hermosura y gracejo le ganaron la simpatía de las damas de la sociedad limeña, desde donde recababa información que podría ser de interés a los patriotas. En especial, secretos de alcoba que arrancaba de su amante, el general realista Pío Tristán.
En una tertulia conoció a Manuela Sáenz (amante de Bolívar) y pactaron continuar no solo compartiendo información y repartiendo pasquines libertarios, sino también –en el caso de Rosita– convencer con sus encantos al coronel Heres de desertar junto al batallón Numancia y unirse a las tropas criollas, infligiendo un severo golpe a la autoestima española.
Cuando San Martín las incluyó entre las 112 damas condecoradas con la Orden del Sol, el escándalo fue mayúsculo en la pacata sociedad limeña, haciendo aún más difícil el equilibrio político –desde ya precario– en la intrigante ciudad de los virreyes.
Un año después de haber ingresado a Lima, la popularidad de San Martín se había visto mellada por una serie de medidas arbitrarias, como confiscaciones para proveer al ejército y, especialmente, a la marina que –a fin de recaudar fondos se había convertido en un flota pirata al atacar naves de naciones neutrales, cosa que le complicaba la vida al frágil gobierno de San Martín.
Las cuentas impagas a la Armada eran exigidas constantemente. La marinería, generalmente mercenaria, quería cobrar lo que se le había prometido, incluyendo premios por la captura de naves como La Esmeralda.
Los reclamos de Cochrane a San Martín habían comenzado poco antes de la declaración de independencia y fueron subiendo de tono a medida que se le retaceaban los medios. O’Higgins se vio obligado a actuar como mediador, pero la estrella del general declinaba, mientras que la del almirante se hacía más popular en Chile.
El asunto hizo eclosión cuando Cochrane ordenó el ataque de la nave peruana Sacramento atracada en Ancón, donde se habían trasladado los bienes del Tesoro de Lima a fin de protegerlos en caso que Lima volviese a caer en manos españolas.
El escocés no dudó en asaltar esta nave y se hizo de 400.000 pesos (el equivalente a 80.000 libras de entonces), con lo que calmó los ánimos de sus combatientes y se cobró la deuda que, a su entender, le debían las autoridades.
De este dinero, 2700 libras fueron giradas a la cuenta del mismo Lord Cochrane (para tener una idea del valor actual debe multiplicarse por 60).
El conflicto terminó de la peor forma posible, la relación entre el general y el almirante que nunca fue muy armónica, terminó siendo un conflicto sin vías de retorno por este enojoso asunto de Ancón.
Cochrane se fue del Perú con la flota chilena dejando a San Martín desamparado, circunstancia que sumada a los problemas políticos y la actitud entre soberbia y avasallante de Bolívar influyeron negativamente sobre el ánimo de San Martín después de la entrevista de Guayaquil.
Casi de la noche a la mañana abandonó Lima y a sus seguidores argentinos dejándolos en manos de Bolívar, circunstancia que creó más de una situación conflictiva entre oficiales como Fray Luis Beltrán que terminó con un severo problema psiquiátrico.
San Martín volvió a Buenos Aires, visitó la tumba de su esposa, cobró su herencia y se llevó a su hija a Europa donde pasó los siguientes 25 años de su vida aunque nunca fue ajeno a los distintos episodios que jalonaron las complejas historias de las naciones que asistió a liberar.