En los últimos años hemos visto cómo la ultraderecha fue ganando terreno en América Latina. Su bandera principal no es nueva: la defensa de los “valores tradicionales” frente a supuestas amenazas externas. Lo que sí resulta novedoso es la intensidad con la que han puesto en la mira los derechos de género y de las diversidades sexuales.
Bajo la etiqueta de “ideología de género”, líderes y movimientos de ultraderecha han construido un enemigo poderoso, capaz de despertar temores en amplios sectores sociales. Con este discurso se han articulado alianzas con una misión moral y religiosa, muchas veces en abierta contradicción con la conducta privada de sus líderes.
Esta estrategia no solo erosiona derechos conquistados tras décadas de luchas, sino que también profundiza la polarización política. Quienes buscan igualdad son retratados como privilegiados que pretenden situarse por encima de la ley. No es casual que ataques contra la educación sexual, los Ministerios de la Mujer o los Programas de Diversidad se repitan en distintos países con argumentos casi calcados: son parte de una agenda coordinada que viaja a través de redes sociales y foros internacionales.
La pregunta es cómo responder. Para algunos, las demandas de inclusión centradas en el género aparecen como contrarias a las pretensiones de permeabilidad de clase de la representación política. En el mundo académico, esto llevó a un debate sobre un posible conflicto entre las luchas por el reconocimiento de identidades y la redistribución socioeconómica. Pero esta contradicción es espuria, y suele provenir de quienes no experimentan la exclusión y discriminación en función del género.
Es verdad que las renuncias redistributivas de algunos sectores progresistas han buscado escudarse en agendas de reconocimiento. Pero plantear que estas demandas son “identitarias” desconoce el carácter universal que tiene la defensa de los derechos de clase, género o pertenencia étnica. La ampliación democrática de los derechos debe apuntar a todas las formas de exclusión.
La historia reciente de América Latina nos enseña que alianzas tejidas entre movimientos sociales, partidos, organizaciones de derechos humanos y sectores de la sociedad civil, lograron impulsar reformas para garantizar el voto femenino, aprobar cuotas de género, consagrar derechos sexuales y reproductivos, y visibilizar a las diversidades sexuales en el espacio público.
Hoy, frente a esta contraofensiva, el desafío es similar: no retroceder, sino profundizar. Defender los avances no puede implicar refugiarse en un minimalismo que tolere la exclusión. La democracia requiere inclusión y reconocimiento de la diferencia. El discurso moralizante de la ultraderecha ha demostrado su eficacia para captar adhesión en tiempos de incertidumbre económica y desconfianza política. Pero el camino para resistir no está en ceder a esa narrativa, sino en recordar que los derechos humanos, lejos de dividir, son los cimientos de una democracia plural y robusta.
La defensa del Estado de Derecho y de los frenos y contrapesos es parte de la lucha contra la erosión democrática y los avances del autoritarismo. Pero también lo es la defesa de las conquistas contra un sistema que permitió en el pasado excluir de la vida política a amplios sectores sociales en América Latina.
*Profesora Asociada, Departamento de Estudios Políticos, Universidad de Chile. Red de Politólogas @RedPolitologas