El día en que Nicolás Avellaneda cumplió cuatro años, su padre fue ultimado en Tucumán por órdenes de Juan Manuel de Rosas, ante quién se había rebelado. Señalan algunos testigos que el verdugo realizó lentamente su trabajo procurando un dolor innecesario a la víctima que contaba entonces con veintisiete años y era el gobernador de la provincia.
La pavorosa escena se completó con su cabeza expuesta en la plaza principal de la ciudad norteña (hoy plaza Independencia) durante días, hasta que fue rescatada por Fortunata García.
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Pero entremos en contexto. Después de la batalla de Famaillá, dónde líderes del interior junto al General Lavalle fueron vencidos por las fuerzas del Restaurador, la facción derrotada escapó con lo que aún quedaba de sus tropas. Marco Avellaneda participó del enfrentamiento y planeaba refugiarse en Bolivia, pero fue traicionado encontrando aquella terrible muerte en Metan.
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Al cumplirse cien años del nacimiento de doña Fortunata, la revista Caras y Caretas le dedicó una nota en dónde leemos:
“… la cabeza del prestigioso jefe de la Liga del Norte es clavada algunos días más tarde en una lanza (…) la señora de García, esposa de aquel doctor Domingo José García, antiguo secretario de Belgrano (…) concibe la idea de salvarla de la profanación de los vencedores. En medio de la noche, acompañada por sus hermanas Trinidad y Cruz, atraviesa como una sombra la plaza, y bajando de la pica el sangriento trofeo, guárdalo piadosamente en un cofre en su casa, de donde después fue trasladado al convento de San Francisco. El coronel Carvallo, cumplido jefe a quien hospedaba la señora de García, fingió caballerosamente ignorar quienes eran los autores del hecho, y cuando a la mañana siguiente se registraron todas las casas de Tucumán en busca de la cabeza de Avellaneda, la señora, con magnifica audacia, pudo decir a los soldados: ¡comiencen por esa caja! ¡Es la de mí ropa de uso! ... Nadie se atrevió a tocar el precioso objeto, y la pobre cabeza se salvó de la profanación.”.
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Aquél no fue el único acto heroico de García. Pacífico Rodríguez, una especie de espía político, fue juzgado por confabular contra el gobierno que Rosas impuso en Tucumán. Durante el proceso obligaron a Fortunata a presenciar la pena de azotes con que se castigó al sospechoso buscando arrancarle alguna confesión. Lejos de impresionarse, no vaciló en tragarse los papeles que incriminaban al reo y salvarlo de una muerte segura.
Con respecto a la famosa cabeza, tras permanecer oculta en un camposanto franciscano durante años, fue devuelta a la familia del difunto. Terminó en el cementerio de la Recoleta, relativamente cerca del sepulcro de Rosas.
En 1935 la citada revista publicó un poema, perteneciente a Héctor Pedro Blomberg, relatando esta historia. En sus últimas estrofas leemos:
Sólo la Virgen María
Dicen que la vio llegar
Y arrancar de aquella lanza
Aquel despojo mortal.
En su pañuelo de seda
Ha dejado de sangrar
La cabeza soñadora Del mártir de Tucumán.
Los mazorqueros de Oribe
No la vieron nunca más
Sobre la lanza sangrienta
Del tirano federal.
Porque ella, la Fortunata, Sublime de caridad.
Fue al templo de San Francisco
Y la dejó en el altar.
Fortunata pasó los últimos años de su vida disfrutando de la paz familiar y el amor del pueblo tucumano. Dejo de existir en 1870, privando a sus contemporáneos de su compañía, pero jamás de su ejemplo.