Javier Milei camina sobre una cuerda floja tendida entre dos torres: en una, su identidad libertaria, la que lo llevó al poder; en la otra, la coalición conservadora que le dio estructura política y los tan necesarios escaños. Su triunfo en las legislativas lo elevó a la cima, pero también lo dejó sin red: ahora debe aprender a equilibrar sin caer ni en la soberbia de la mayoría simbólica ni en la tentación de traicionar a su base.
El resultado de las elecciones de medio término fue innegable. La alianza La Libertad Avanza–PRO pasó de 72 a 104 diputados. En el Senado, el bloque oficialista creció de 14 a 24 escaños, alcanzando exactamente un tercio de la cámara, y el peronismo, que mantuvo sus 99 bancas en la Cámara baja, cayó de 34 a 28 escaños en la alta.
En números, Milei alcanzó un tercio de cada cámara: suficiente para frenar, pero no para imponer. Ese equilibrio debería ser su lección.
Gobernar no es arengar desde un atril ni insultar adversarios en cadena nacional, sino negociar. Argentina es un país federal, legislativo y obstinadamente pluralista. Ninguna mayoría se sostiene sin acuerdos, y la historia reciente, de Macri a Fernández, lo ha demostrado con dolorosa claridad.
Gobernar no es arengar desde un atril ni insultar adversarios en cadena nacional, sino negociar"
Milei llegó como abanderado de la libertad individual: menos Estado, menos impuestos, más autonomía. Su base lo eligió por eso, no por sus opiniones sobre los derechos de las mujeres, el aborto o la diversidad sexual. La “casta” que juró combatir era económica, no cultural.
Sin embargo, desde su alianza con los sectores más conservadores, el presidente empezó a adoptar gestos y discursos que lo alejan de ese espíritu libertario y lo acercan a un moralismo que ni siquiera su electorado más fiel le pedía. Hasta sus soldados digitales, encargados de “la batalla cultural”, esa estrategia que el fascismo pensó para ser silenciosa y que hoy se declama a los gritos, han adoptado una agenda cada vez más conservadora.
El riesgo es evidente: perder a los liberales para complacer a los moralistas. En política, el aplauso nuevo suele durar menos que la decepción de los propios.
Y detrás de todo, una cruel ironía: durante la campaña, el sueño era dolarizar la economía. Hoy, con el poder legislativo reforzado, el Gobierno anuncia que quiere reintroducir los tickets canasta, aquellos vales de papel con los que en los noventa se pagaba parte del salario.
Prometieron libertad monetaria y terminaron proponiendo cupones. La reforma laboral que Milei impulsa extiende la jornada a doce horas, permite pagar indemnizaciones en cuotas y, de yapa, recupera los vales de comida. El dólar sigue siendo una promesa; el ticket, una realidad.
Su desafío ahora no es económico, sino político e identitario. Milei debe aprender a negociar sin diluir su esencia y a escuchar sin confundir consenso con rendición. Si se deja absorber por el ala conservadora del PRO, no solo perderá coherencia, perderá el relato que lo volvió verosímil.
Gobernar desde la cuerda floja requiere equilibrio, no salto. Porque el vértigo de la altura, esa euforia de mitad de mandato, puede hacerle olvidar que abajo todavía hay un país que no aplaude ni grita, sino que espera resultados.
Argentina ha visto demasiadas veces el guion del líder que confunde votos con mandato absoluto, que interpreta el Congreso como un obstáculo y no como un ámbito de pacto. Milei tiene una oportunidad única para escribir un final distinto.
Pero también enfrenta un dato que debería preocuparlo: el 32 % del padrón no se expresó en las urnas. Ese tercio de ciudadanos, más que cualquier partido, será su verdadero desafío en los próximos dos años. Son argentinos que no encontraron una propuesta que los convenza, y cuesta imaginar que los conquisten los tickets canasta, las encarcelaciones de pibes de trece años o el salario “dinámico”.
Si logra transformar su minoría fuerte en una mayoría negociada, podría marcar época. Pero si insiste en gobernar con la adrenalina del escenario, su pico de medio término puede convertirse en el trampolín de su propia caída. La cuerda ya está tensa. De él depende si avanza con equilibrio o se precipita por su propio impulso.