La incertidumbre política reina en el país menos acostumbrado a los vaivenes electorales. La segunda vuelta el 19 de diciembre decidirá más que el nuevo gobierno en Chile. Esta elección decidirá también el tono de la relación entre el poder constituido regido por las instituciones de la Constitución de Pinochet y el poder constituyente que está redactando la nueva Constitución.
El Congreso, que iniciará sus funciones en 2022, no tiene bloque mayoritario y probablemente no acceda a extender el plazo que tiene la Convención Constitucional para escribir el nuevo texto. Para ello se necesitaría una reforma constitucional que contara con la aprobación de dos tercios de ambas Cámaras, lo que parece altamente improbable con esta nueva correlación de fuerzas. Esta situación se complejiza aún más con el ingreso al parlamento del Partido Republicano, férreo defensor del pinochetismo y la actual Constitución. Esta confirmación de los plazos perentorios para llegar a los acuerdos necesarios pone presión a las definiciones relevantes para la nueva estructura de poder que se está delineando en Chile.
Una condición del proceso constituyente fue que la discusión partiera de una hoja en blanco. A diferencias de procesos como el argentino de 1994 donde existía un núcleo básico de coincidencias, en Chile todas las reformas están sobre la mesa. Por ejemplo, en lo relativo al régimen de gobierno encontramos voces a favor de un parlamentarismo, de un semi-presidencialismo o de un presidencialismo más clásico, alejado del hiperpresidencialismo actual. Lo mismo ocurre con el formato del Poder Legislativo, las opiniones están bastante divididas sobre si mantener las dos cámaras o pasar a un sistema unicameral. Donde pareciera haber más acuerdo es sobre avanzar a un estado descentralizado. Por supuesto, el diablo está en los detalles y todavía queda por ver qué tipo de descentralización se prioriza y si esta nueva forma de Estado conlleva -o no- el principio de la plurinacionalidad.
A diferencia de otros procesos de reformas constitucionales en la región, existe la voluntad de cambiar lo que el constitucionalista argentino Roberto Gargarella ha llamado “la sala de máquinas” del poder. Aunque aún no conozcamos las formas institucionales finales, los objetivos de descentralizar territorialmente y desconcentrar el poder de manos del ejecutivo forman parte del ethos de la Convención Constitucional. Una asamblea que ha concitado mucho interés internacional al ser la primera integrada de manera paritaria. En este sentido, tiene asimismo el peso de poder responder a la pregunta realizada por Donna Greschner en 1986: “¿pueden las Constituciones ser también para mujeres?”. Este es otro de los desafíos. Que una Constitución elaborada por mujeres también incluya medidas orientadas a eliminar las desigualdades que ellas enfrentan y deline un Estado feminista.
Una Constitución inclusiva debería incorporar mandatos de integración paritaria en todos los puestos de toma de decisiones y de representación democrática, a la vez que asegura la representación de grupos de especial protección, como los pueblos originarios y afrotribales, las diversidades sexo-genéricas y las personas con discapacidad. Sin embargo, si bien es necesario, no es suficiente contar con paridad en todos los espacios. Un Constitución tendiente a la igualdad sustantiva debe incluir mandatos de actuación con perspectiva de género, para que en el nuevo Estado, las políticas públicas, la administración de justicia y toda acción estatal represente un paso más hacia la corrección de las asimetrías de poder en las relaciones entre los géneros.
*Universidad Católica de Chile y Red de Politólogas - #NoSinMujeres.