Jair Bolsonaro y Hamilton Mourão, militares retirados, conforman en Brasil un gabinete compuesto por siete ministros militares y más de cien agentes del mismo origen en puestos de segundo y tercer nivel jerárquico. Mientras tanto, Martín Vizcarra se apoya en las Fuerzas Armadas para fortalecer su postura en el enfrentamiento que mantiene con el poder legislativo. En Ecuador, Lenin Moreno dispone el toque de queda y la militarización de Quito y alrededores para hacer frente a las protestas desatadas tras las medidas de ajuste impuestas por el FMI. Casi en paralelo, Piñera decreta el estado de emergencia y recurre a los militares para detener la violencia generada en el contexto de masivas movilizaciones realizadas en contra del sistema chileno. En Bolivia, lo peor de su pasado se hace presente al concretarse un golpe de estado que tuvo como estocada final el pedido de renuncia al presidente Evo Morales por parte del Comandante de las Fuerzas Armadas. Esta serie de eventos da cuenta del re-protagonismo que vienen adquiriendo las Fuerzas Armadas al sur de nuestro continente, su evidente politización y los riesgos que dicho fenómeno conlleva.
Para reflexionar sobre estos asuntos es preciso hacer referencia al modo en que los países latinoamericanos han resuelto el problema de las relaciones cívico militares durante la recuperación de sus sistemas democráticos. En este sentido, nos encontramos con experiencias que podrían ser calificadas de exitosas, como la Argentina, mientras que en otros se desarrolló una especie de pacto implícito entre ambos actores que favoreció la estabilidad de la democracia pero que implicó también altos márgenes de autonomía para los militares.
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En algunos de estos casos, dicho pacto vino acompañado de la asignación de misiones no convencionales para las Fuerzas Armadas como el combate del crimen organizado y el narcotráfico, la implementación de políticas sociales o la conducción de ministerios o áreas ajenas a la defensa nacional. Sobre este punto, hay quienes consideran que dicha expansión de responsabilidades es contraproducente para las relaciones cívico militares ya que genera la politización de las Fuerzas Armadas al exponerlas constantemente a problemáticas que nada tienen que ver con su formación profesional, incrementando su influencia y capacidad de presión sobre el poder político y socavando la subordinación pretendida. El de Bolivia puede ser analizado como un caso testigo de este último tipo de experiencias.
En este sentido, si bien la transición entre su última dictadura y la elección democrática de autoridades es considerada como un tipo de transición por colapso, la clase política boliviana no logró asumir plenamente la conducción civil de los asuntos militares, como sí sucedió en Argentina. Se configuró, entonces, lo que el sociólogo y político boliviano Juan Ramón Quintana denominó como un “pacto de coexistencia pragmática civil-militar” que cada gobierno al momento de asumir se veía en la necesidad de renovar.
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Al llegar al gobierno, Evo Morales decide incorporar a las Fuerzas Armadas como un actor clave en su proceso político de cambio y desarrollo del Estado. Los hace parte de la nacionalización de hidrocarburos, al desplegarlos en las principales instalaciones de las petroleras multinacionales; y en la instalación de la Asamblea Constituyente, encomendándoles garantizar la unidad del país ante los intentos separatistas que enfrentaba el gobierno. Asimismo, es durante este tiempo que se toman medidas relacionadas con aumentos en las pensiones militares; la designación de oficiales retirados en cargos civiles de la administración pública y su participación en la implementación de ciertas políticas económicas o sociales como la distribución del bono Juancito Pinto, las campañas odontológicas y de alfabetización o la construcción de carreteras.
No obstante, y a diferencia de lo que sucede en Venezuela o Cuba, donde las Fuerzas Armadas se hayan comprometidas ideológicamente con los principios de la revolución, transformándose en el brazo armado de la misma; en Bolivia los militares han guardado para sí altos márgenes de autonomía, a la vez que se auto perciben como los garantes de la institucionalidad y el orden social. Todo ello, demostrado en los tristes sucesos del 10 de noviembre.
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En efecto, la asignación de misiones relacionadas a la administración de los asuntos internos por parte de las Fuerzas Armadas ha sido y es un tema de constante debate entre los especialistas en defensa. Los riesgos que dicho involucramiento conlleva pueden ser graficados a través de una famosa fábula que relata la historia del escorpión que le pide a una rana que lo ayude a cruzar el río, prometiendo no hacerle ningún daño puesto que, si lo hacía, ambos morirían ahogados. La rana accede, pero cuando se encuentran a mitad de camino el escorpión -asustado por el movimiento de la corriente- la pica, afectando la supervivencia de ambos. Impulsados por la relativa debilidad que caracteriza a las instituciones democráticas de América Latina, el descreimiento hacia la clase política en general y los altos niveles de confianza que todavía guardan para sí los militares en algunos países de la región, los políticos latinoamericanos se ven en la tentación de acudir a sus Fuerzas Armadas en busca de cierto apoyo y legitimidad. El problema es que, como el escorpión que se ve obligado a entrar en un terreno que no le es natural, la politización de las Fuerzas Armadas puede llevar a que cada vez más líderes civiles busquen conformar alianzas con sectores militares para resolver las disputas que se desarrollan al interior de su sociedad. Una decisión que, sin dudas, condena a ambos a una muerte segura.