OPINIóN
Historia política

¿Tuvo apoyo popular la guerrilla en la Argentina?

Una breve reflexión sobre la lucha armada en la década de 1970 a partir de dos hechos -en apariencia- similares.

Masacre de Trelew
Masacre de Trelew. | CEDOC

¿Jóvenes idealistas que lucharon y murieron por una sociedad más igualitaria? ¿Loquitos que tiraban tiros y ponían bombas y fueron rechazados por el conjunto de la sociedad argentina?

El debate en torno a la lucha armada en nuestro país en la década de 1970 sigue generando muchas controversias.

En esta ocasión me propongo analizar, a través de la indagación en los diarios Clarín y La Nación, dos hechos ocurridos en un breve lapso de tiempo entre uno y otro, que tuvieron una característica similar (y trágica): el fusilamiento de dieciséis guerrilleros. En primer lugar, la llamada Masacre de Trelew ocurrida el 22 de agosto de 1972 en la provincia de Chubut. En segundo, la Masacre de Capilla del Rosario, producida también en agosto, pero de 1974, en la provincia de Catamarca. Veamos el contexto en el que sucedió cada hecho y las diferentes repercusiones que tuvo en los actores políticos.

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Primer hecho: La Masacre de Trelew

En nuestro país, gobernaba desde 1966 la dictadura autodenominada Revolución Argentina, que encabezada por Juan Carlos Onganía se había propuesto quedarse en el poder al menos veinte años. Los planes de ajuste implementados, la represión a obreros y estudiantes y la censura de prensa generaron un fuerte rechazo popular (en especial, el Córdobazo de 1969), y Onganía se fue a su casa. Tras un breve paso de Roberto Marcelo Levingston, el general Alejandro Agustín Lanusse asumió la presidencia de la República. Su objetivo fue claro: que la Argentina volviese a un régimen democrático y que el peronismo -prohibido desde 1955- participará en las elecciones. Esta medida, a su juicio, dejaría en “offside” a las guerrillas, en especial a los Montoneros y al Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), que planteaban -con sus diferencias entre sí- una alternativa al sistema capitalista.

Una historia con cinco golpes de estado

Para agosto de 1972, las cárceles estaban colmadas de presas y presos políticos. En el Penal de Rawson, en la lejana provincia de Chubut se encontraban detenidos los principales líderes de los Montoneros, el ERP y las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR). También cumplía condena Agustín Tosco, el líder del sindicato de Luz y Fuerza de Córdoba (preso desde el Córdobazo). Las tres organizaciones mencionadas planearon una cinematográfica fuga que incluyó la toma del penal, la disponibilidad de camiones para trasladar a los guerrilleros al aeropuerto de Trelew y simultáneamente el secuestro de un avión de la compañía Austral que, proveniente de Buenos Aires, debía aterrizar en aquella localidad.

Hubo algunas desinteligencias y el plan no salió tal cual se había previsto: solo un auto particular llegó al penal y pudo trasladar a los líderes de las tres organizaciones hacia el aeropuerto, donde abordaron el avión (ya secuestrado por guerrilleros que habían subido en Buenos Aires), y ordenaron al piloto, a punta de pistola, que los llevara a Chile, en ese entonces gobernado por el socialista Salvador Allende. Luego de tensas negociaciones entre las cancillerías chilena y argentina -y un pedido de extradición del gobierno de Lanusse que fue ignorado- los guerrilleros fueron enviados a Cuba.

¿Qué pasó con el resto de los guerrilleros? Desde el penal pidieron remises y se dirigieron al aeropuerto, pero cuando llegaron ya era tarde: el avión había despegado y el Ejército -alertado de la situación- cerró el espacio aéreo. Así que los guerrilleros tomaron el lugar, llamaron a la televisión y a la justicia y se rindieron. En lugar de enviarlos nuevamente al Penal de Rawson (donde se estaba produciendo un motín) fueron llevados a la Base Almirante Zar, en Trelew. Una semana después, en la madrugada del 22 de agosto, los 19 guerrilleros fueron sacados de sus celdas y fusilados a quemarropa, sin piedad. En el medio de la orgía de sangre y tiros, los militares no percibieron que tres de los guerrilleros no estaban muertos, sobrevivieron (muy malheridos) y luego contaron lo sucedido. Lanusse justificó los fusilamientos argumentando que los guerrilleros habían intentado fugarse y que la Marina los había repelido. Una versión en la que nadie creyó.

Toda la opinión pública se conmocionó: hubo homenajes por doquier en universidades y sindicatos -incluso en el Palacio de Justicia porteño- para los muertos de Trelew. Todo el arco político repudió el accionar de las Fuerzas Armadas: el Frente Cívico de Liberación Nacional, el Movimiento Peronista, las 62 Organizaciones, la Juventud Peronista, el Partido Popular Cristiano, el ex presidente Arturo Frondizi, del Movimiento de Integración y Desarrollo (MID), la Unión Cívica Radical, etc.También la Franja Morada, que representaba a sectores importantes del estudiantado, repudió la masacre y afirmó que “está próximo el triunfo de la soberanía nacional y la derrota del privilegio nacional e internacional”. Asimismo, pequeñas agrupaciones de derecha e izquierda repudiaron lo sucedido. Por ejemplo, el Movimiento Unión y Reorganización Nacional presidido por Ernesto Sanmartino afirmó que “su condena al terrorismo alentado desde el exterior no significa solidaridad ni tolerancia con los regímenes dictatoriales” y el Frente de Izquierda Popular, de Jorge Abelardo Ramos, comparó estos hechos con el fusilamiento de Manuel Dorrego en 1828, afirmando que “lo ocurrido en Trelew es consecuencia de la proscripción de las mayorías por las clases explotadoras”.

Trelew, la masacre que en 1972 anticipó el terrorismo de Estado

El hecho político de mayor impacto, fue sin duda, el velatorio de tres de los muertos en la sede del Partido Justicialista, ubicado en la Avenida La Plata, en la Capital Federal. Tras directivas enviadas por Perón desde Madrid, los restos de Ana María Villareal de Santucho (esposa del líder del ERP), María Angélica Sabelli y Eduardo Adolfo Capello, fueron trasladados al local partidario. Al velatorio concurrieron personalidades de la Iglesia Católica y curas “tercermundistas” como Monseñor Jerónimo Podestá, el Padre Carlos Mugica y el sacerdote Alberto Carbone. También figuras destacadas de la política como Rodolfo Ortega Peña, Raúl Bustos Fierro, Juan Carlos Coral y el sindicalista Raimundo Ongaro. Este triste momento tuvo un peor final: una gran cantidad de efectivos policiales, fuertemente armados, arrojaron gases lacrimógenos para dispersar a la multitud y secuestraron los tres ataúdes.

¿La decisión de Perón de velar a los guerrilleros allí, no es una demostración de la existencia de cierto apoyo, de cierta empatía popular hacia aquellos jóvenes que luchaban con las armas en la mano contra una dictadura? ¿Que la esposa del “Robi” Santucho fuese velada en la sede del PJ no es el símbolo de una época? Recordemos que el ERP, dirigido por Santucho, se caracterizó por su profundo antiperonismo, y que consideraba que si Perón volvía a la Argentina era exclusivamente para salvar al sistema capitalista, sistema al cual ellos pretendían destruir.

Segundo hecho: La Masacre de Capilla del Rosario

En agosto de 1974, ya hacía más de un mes que Perón había muerto. El fallecimiento del político más importante de la historia argentina hizo saltar por los aires los acuerdos entre trabajadores y empresarios en el llamado Pacto Social que congelaba precios y salarios. Por ende, la situación económica era muy complicada. A esto se sumaba la violencia política cotidiana ejercida por la organización paraestatal Triple A (Alianza Anticomunista Argentina) que funcionaba en el Ministerio de Bienestar Social y la respuesta -en menor medida, al contar con menos fondos y armas- de las organizaciones guerrilleras peronistas y marxistas.

La presidenta Isabel Perón, viuda del General, carecía de aptitudes para la función ejecutiva y el poder fue ejercido en las sombras por José López Rega “El Brujo”, un oscuro personaje, que había sido mayordomo de Perón en Madrid.

Así las cosas, el 12 de agosto de 1974, el ERP intentó copar el Regimiento 17 Aerotransportado de la provincia de Catamarca con el objetivo de apropiarse de armamento para establecer una guerrilla rural en Tucumán. El ataque fue descubierto por la policía local y tras un breve intercambio de disparos, fueron detenidos dieciséis guerrilleros. Poco después, llegó el Ejército y fusiló, sin contemplaciones, a los “subversivos”. Luego se inició una cacería, con más de tres mil hombres, para dar con unos pocos guerrilleros fugados.

¿Cuál fue la reacción de la opinión pública ante esta masacre de características similares -en el número y en el modo- a la ocurrida apenas dos años antes?

El ataque del ERP al cuartel fue condenado desde todos los sectores. Por ejemplo, Francisco Manrique (que había sido ministro de Lanusse) afirmó que “estamos asistiendo a una criminal escalada de violencia que avergüenza a todo ser humano civilizado”. Por otro lado, los portavoces del movimiento obrero condenaron lo ocurrido en términos similares. Así, la Confederación General del Trabajo (CGT) señaló que la acción guerrillera tenía como objetivo “frenar el proceso revolucionario que protagoniza el gobierno de la nación a través de la compañera María Estela Martínez de Perón y la inspiración del líder de los trabajadores, el teniente general Juan Domingo Perón”. Más adelante, profundizaba las críticas argumentando que “quedó bien a las claras que no es precisamente el pueblo ni, mucho menos, los trabajadores los que intentan actos desesperados contra las instituciones de la Nación, sino un minúsculo grupo de inadaptados que eligieron el camino del crimen organizado a los que se hará frente con todo el poder de la verdad revolucionaria que enarbola el movimiento obrero organizado desde la recuperación del poder de la Nación para la reconstrucción y la liberación nacional”. Por su parte, el Partido Justicialista (donde se había realizado el velatorio en 1972), repudió y condenó la violencia, afirmando que ésta “sirve a los mismos intereses de la dependencia ideológica y económica que tanto daño han producido a la República y que ahora intensifica su actividad para impedir la unidad nacional y la recuperación moral y material en que está empeñado todo el país”.

Desde los partidos de izquierda también se repudió el ataque de la guerrilla. Así, el periódico Nuestra Hora, del Partido Comunista, en su editorial se preguntaba “¿Qué sentido tiene en este momento, cuando existen libertades públicas y se respetan los derechos del ciudadano, atacar a las instituciones armadas y matar soldados que son hijos del pueblo, a suboficiales y oficiales como si fueran tropas de ocupación de nuestro territorio?”.

Finalmente, la Iglesia Católica (recordemos que algunos miembros de la jerarquía asistieron al velorio dos años antes), criticó duramente la acción guerrillera. En una homilía celebrada en el Templo San Pedro González Telmo, en Capital Federal, el cardenal Antonio Caggiano señaló que “es indudable que falta la presencia de Dios en el corazón de quienes viven protagonizando episodios de grave violencia. Se trata de seres que matan y secuestran buscando, según su criterio, la paz, mientras siegan vidas humanas. En esta forma esos seres van socavando poco a poco los cimientos de la Nación con las terribles consecuencias que ello significa…lo fundamental es que ello termine y que el cristianismo sepa dar testimonio del Redentor con su palabra y todas sus actitudes”.

Hubo personas que ubicamos en los dos momentos de 1972 y 1974. Por ejemplo, Julián Licastro, secretario del Partido Justicialista fue enviado a Trelew a elaborar un informe sobre lo ocurrido apenas se conoció la noticia de la masacre. Allí, fue detenido por las fuerzas de seguridad, a las que repudió y elogió a los guerrilleros asesinados. En 1974, había cambiado de parecer y condenó el intento de copamiento del cuartel por parte del ERP. Así, argumentó que en el proceso de reconstrucción y liberación nacional que vivía la Argentina “no hay lugar ni para los desertores profesionalizados ni para los saboteadores ideologizados”, que los guerrillerosestaban “de espaldas a los reales intereses de la nación y pretenden usar las armas del pueblo en contra del pueblo”. Finalizaba planteando que los cambios debían hacerse en paz y que “nuestra victoria sobre la subversión será primero política, es decir profundamente popular y nacional y luego armada”. También ubicamos al Jefe de la Policía Federal, Comisario Alberto Villar: en 1972 entró con una tanqueta a la sede partidaria del PJ y secuestró los ataúdes de los guerrilleros. En 1974 fue enviado a Catamarca a dar caza a los guerrilleros y se negó a dar a la prensa la lista de los muertos, enterrados en fosas comunes.

¿Cómo pasamos en dos años de “los héroes de Trelew” al “grupo de inadaptados”? ¿Qué pasó en el medio? La respuesta más obvia sería: en 1972 vivíamos en dictadura y eso explicaría cierto apoyo a la opción armada. Por el contrario, en 1974, había un gobierno electo democráticamente, donde no había lugar para las armas. Una simple mirada a cualquier periódico de la época matizaría el carácter democrático del gobierno de Isabel Perón en que ocurrían asesinatos a diario de la Triple A (reiteramos: financiada con fondos públicos. Esto es, se pagaba un sueldo a asesinos y matones con dinero del pueblo), intervenciones en las provincias y desalojo, a punta de pistola, de gobernadores popularmente elegidos.

Por otro lado, ¿tuvo la guerrilla apoyo popular mientras su lucha se emparentó con el objetivo de traer a Perón de su largo exilio y una vez ocurrido esto y electo presidente, la lucha armada perdía sentido? ¿Tuvo apoyo hasta que los caminos se bifurcaron entre el proyecto peronista-de un capitalismo con distribución equitativa de la riqueza- y la opción por el socialismo? ¿O, por el contrario, nunca existió tal empatía popular hacia la guerrilla?

No pretendemos aquí dar respuestas certeras. Simplemente queremos contribuir a un debate inacabado que se debe la sociedad argentina. Un futuro más justo, una vida más agradable y vivible para los millones de argentinas y argentinos, no puede construirse arrastrando los fantasmas del pasado.