Cuando se escucha que toda persona que escribe lo hace apelando de algún modo a su propia biografía, ya que es difícil escapar de la realidad más próxima que nos rodea y nos condiciona (y desde ese lugar uno observa, reflexiona y concluye ideas o conceptos), tal vez sea cierto. Hay veces que incluso uno puede encontrarse escribiendo, colocándose como protagonista de aquello que intenta comunicar. Este es el caso, el caso de esta nota.
El coronavirus es un virus que nos llena de dudas y nos provoca un gran temor. Existen opiniones de los expertos virólogos que muchas veces nos confunden, porque piensan diferente o porque incluso van cambiando sus propias opiniones a medida que el virus avanza y se prolifera. Sin embargo, en algunos puntos pareciera que toda la comunidad científica y médica coincide: el coronavirus no es un virus de alta letalidad; se afirma que éste deja fuera de peligro a un 80% de la población, que un 15% puede verse más comprometida y requiere atención médica hospitalaria, que un 5% puede sufrirlo con mucha más agresividad y requerir probablemente atención en unidades de cuidados intensivos, y de ese 5%, menos de la mitad probablemente muera a causa de sus efectos. Otro punto en el que parece coincidir toda la comunidad científica y médica, es que a pesar de la baja letalidad que presenta el coronavirus, sin duda se trata de un virus de altísimo nivel de contagio, y esto claramente nos altera nuestras vidas cotidianas, incluso a los que no somos grupo de riesgo, porque si un virus contagia sin pausa y a escala, se saturan los centros médicos y no pueden atenderse personas con coronavirus, como tampoco personas con otras dolencias, que pueden ser incluso peores que el virus en cuestión.
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Hace un momento conté que esta nota me iba a llevar a hablar en primera persona, y así es. Hace días siento un dolor de estómago profundo, me siento mal. Mis opciones: llamar a un médico a domicilio, quien diagnosticará que no tengo coronavirus y seguramente me diga que me quede en mi casa, o me internarán y me expondrán enormemente, porque hoy acudir a cualquier hospital o sanatorio es ingresar a zona de riesgo. Otra opción sería llamar al 107, si logro que me atiendan después de horas, me dirán que no tengo coronavirus y ahí terminará mi comunicación. Puedo también acercarme a un centro de salud, pero nos indicaron terminantemente que no lo hagamos. Si yo en este momento estoy atravesando una úlcera, sería de muchísima más gravedad que si portara el coronavirus, como lo sería para cualquier persona que se encuentra fuera del grupo de riesgo.
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Un 80% de las personas nos encontramos fuera de ese grupo, y paradójicamente corremos los mayores riesgos sanitarios aquí y ahora, porque cualquier patología que no sea coronavirus no estaría recibiendo la atención adecuada en tiempo y forma, en los diferentes centros médicos.
Vale decir, para toda la población en general, esta pandemia se vive con un terrible nivel de nerviosismo porque vivimos en un país donde el sistema de salud público y privado no funciona hace décadas, donde el desorden está a la orden del día, donde no hay reglas de juego, te dicen que las hay, pero no las hay. Si uno se siente mal de salud no sabe bien qué hacer, a dónde llamar y a dónde acudir, y este parece ser el mayor riesgo que sentimos la mayoría.
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Se escucha mucho hablar de protocolos; fundamental sería que existan múltiples protocolos que respondan a múltiples procedimientos en cada especialidad de cada centro de salud. Pero para esto se necesita organización, eficiencia y recursos. La organización y la eficiencia pueden lograrse si nuestros sucesivos gobiernos eligen buenos equipos de trabajo. Y los recursos estarían disponibles si tanto recurso destinado a la corrupción hubiese sido invertido, por ejemplo, en salud.
Nuestra realidad sanitaria: no alcanzan las camas, no alcanzan los insumos, no alcanzan los médicos y no alcanzan los enfermeros. Y el dinero de la corrupción implicó e implica un costo económico equivalente a varios hospitales bien equipados en la República Argentina. Pero ese dinero “desapareció”, porque sigue pendiente que se pueda recuperar lo robado. El dinero de los bolsos de un delincuente, José López, pudo afortunadamente ser destinado a dos hospitales de niños, para que éstos puedan equiparse mejor en medio de esta pandemia. ¿Y el resto del dinero que nos saquearon dónde está? ¡Lo necesitamos!