Muchas de las situaciones generadas por la pandemia agregan dificultad a un desafío frente al cual la sociedad argentina ya era tradicionalmente deficitaria: la conformación de lo público. Aquí el término “público” no funciona como sinónimo de “Estatal”; antes bien, refiere al espacio por donde circulan ideas, sensaciones, impresiones y discursos. En este sentido, el ámbito de lo público no tiene por objetivo establecer verdades o tomar decisiones –aunque pueda influirlas– sino disponer los modos en los que se tramitan, se gestionan y eventualmente se superan las diferencias, las disputas y los conflictos propios de cualquier conglomerado humano. En este proceso cumplen un rol fundamental las tecnologías de la comunicación (nuevas y tradicionales), así como también los eventos relativamente masivos (espectáculos, manifestaciones y protestas), hoy imposibilitados por la cuarentena.
El ámbito de lo público mantiene una relación con los sistemas democráticos, pero no es equiparable a ellos: atendiendo a intereses de muy diverso rango y urgencia, las discusiones públicas se desarrollan y se renuevan cotidianamente; de allí que la democracia y lo público se emparenten de manera estrecha pero funcionen con ritmos diferentes.
El ámbito de lo público tampoco se corresponde con las dinámicas del mercado. Mientras que la oferta y la demanda de bienes y servicios se despliegan en base al principio de la competencia, la circulación de impresiones y argumentos no tiene por objetivo deslindar ganadores y perdedores. Es cierto que los discursos pueden comprarse, las ideas pueden mercantilizarse y las opiniones, manipularse. Pero cuando eso sucede, lo público comienza a deslizarse por una pendiente que conduce a su desintegración. Aún cuando el mercado busque subsumir al ámbito de lo público, este siempre mantendrá un resto no comercial pues su horizonte no es el lucro sino, en todo caso, el establecimiento de eso que algunos llaman idearios hegemónicos. De allí que no habría que temer una eventual mercantilización de lo público; antes bien, el verdadero peligro reside en la posibilidad de que el avance de la lógica mercantil comprima y reduzca a lo público hasta hacerlo desaparecer.
El águila y el cóndor, la era de la integración
La conformación de lo público como ámbito para tramitar diferencias requiere un doble reconocimiento: el de la propia pertenencia a un colectivo –pues, como hoy podemos constatar de manera palmaria, nadie se salva sólo– y el de la igualdad entre todos los miembros de dicho colectivo en lo que respecta a sus capacidades y a sus derechos. De allí que –sin desconocer la injerencia de intereses espurios, agentes foráneos y polos que concentran poder–, todos y cada uno de nosotros tenemos nuestra cuota de responsabilidad en lo que respecta a la tarea de conformar lo público.
Lo dicho hasta aquí permite comprender con relativa facilidad en qué sentido la sociedad argentina viene siendo deficitaria: parece que, de un tiempo a esta parte, toda desavenencia deviene enfrentamiento y toda disputa va a parar directamente al fondo de nuestra inefable grieta. La grieta, esa alegoría tan penosa como acertada, representa la oposición ya no de formas de pensar y de actuar que pudieran ser agonísticas, sino de dos identidades antagónicas que se reafirman negando la posibilidad de que algo de lo que el otro diga o haga pueda ser tomado en consideración. No hay reflexión, no hay diálogo, no hay intercambio de argumentos ni de impresiones: todo se reduce a una confirmación de lo que ya se sabía o de lo que ya se pensaba, lo cual tiene consecuencias nefastas.
En busca de perspectivas que permitan enriquecer nuestra aproximación a este problema, valdrá recurrir a dos textos clásicos.
Los caminos de la filosofía: ¿preguntarse o responder?
En 1784, Immanuel Kant publica su celebérrimo artículo titulado “Respuesta a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración?”. Allí se propone una fórmula para lograr la conformación del ámbito de lo público en las nacientes sociedades modernas, condición que Kant consideraba necesaria para terminar de superar las rémoras de las estructuras monárquicas tradicionales. Dicha fórmula establece dos coordenadas básicas: libertad de opinión –no debe existir censura de ningún tipo– y uso de la razón –que el hombre se deshaga de su yugo y piense por sí mismo–. De ese modo, afirmaba el pensador de Königsberg, se generará una dinámica en la cual las verdades particulares podrán aspirar a involucrarse en procesos de universalización a partir de su publicidad, es decir, de su circulación entre las gentes pensantes.
En 1898, H. G. Wells publica La guerra de los mundos, novela de ciencia-ficción en la que se cuenta una invasión marciana a la Tierra. La historia es conocida: tras aterrizar sorpresivamente en la superficie terrestre, los monstruosos y despiadados marcianos despliegan sus maquinarias de guerra para destruir ciudades y esclavizar a los humanos, de cuya sangre esperan alimentarse. No hay forma de parlamentar con ellos: humanos y marcianos no tienen lenguaje en común, por lo que no hay ninguna posibilidad de diálogo. Las armas de los ejércitos poco y nada pueden hacer frente a la tecnología alienígena, por lo cual las personas deben sobrevivir ocultándose en sótanos y bodegas. La liberación llega por la acción de una bacteria –vaya ironía– que enferma y mata a los marcianos, cuyos organismos no tenían la inmunidad que los humanos habían logrado desarrollar durante milenios de evolución.
Ambos textos se plantean objetivos muy distintos y utilizan recursos muy diferentes. Sin embargo, los interrogantes que surgen al buscar en ellos algunos reflejos de nuestra actualidad argentina resultan por demás interesantes.
¿Habría depositado Kant tanta confianza en el uso público de la razón si hubiese entrevisto la posibilidad de que los sujetos tomen a sus contendientes como amenazantes y siniestros marcianos? ¿Habría redireccionado Wells su sentido del espanto si hubiera sabido que la comunicación podía volverse imposible entre miembros de la propia especie? ¿Qué opinión le merecería a Kant una libertad que se reclama para los aliados en la misma medida en la que se les niega a los adversarios? ¿Qué pasaría por la mente de Wells si viera que los humanos toman por enemigo al prójimo antes que a las amenazas alienígenas? ¿Habrían imaginado ambos autores que la aspiración de reunir una multiplicidad de percepciones sobre lo social para componer acuerdos básicos y orientaciones mínimas, podía llegar a sucumbir frente la catarsis continua, la impugnación compulsiva y la crispación frenética? No podemos saber con certeza qué responderían a estas preguntas tanto el prusiano como el inglés, pero alcanzamos a imaginarlo con relativa facilidad.
Los argentinos nos acostumbramos a que el dogmatismo se presente vestido con los ropajes de lo público: declamamos pero nunca escuchamos. No hay lugar para las generalizaciones, sólo persisten lo particular. Despreciamos la función de defensores y fiscales pues, según parece, preferimos oficiar de verdugos. No hay colectivización posible, sólo acumulación y amontonamiento de individualidades que se muestran cada vez más inexpugnables, ensimismadas y caníbales. “Cada persona es un mundo” postulaba una publicidad de celulares. Ese eslogan nunca fue tan cierto como hoy: nos comportamos como mundos apartados que, al momento del encuentro, sólo pueden entrar en guerra contra todos los demás. El hombre es marciano del hombre.
Las humanidades y las ciencias sociales supusieron que las tendencias apolitizantes que a nivel global vienen desplegándose desde comienzos de la década de 1990 redundarían en conformismo, indiferencia, desidia y desinterés. Hoy descubrimos, no sin cierto espanto, que si la política es la dimensión en la que se tramitan, se gestionan y eventualmente se superan las diferencias y los conflictos, una sociedad apolítica es una sociedad que no puede, no sabe o no quiere conformar el ámbito de lo público, es decir, una sociedad del enfrentamiento absoluto.
La educación filosófica según Ismael Quiles
A fin de interrumpir esta espiral desoladora, será menester asumir la responsabilidad de procesar las diferencias y de lidiar con los conflictos dentro de un marco de reconocimiento recíproco. Esto supone una opción estratégica –un modo de resistencia ante las tendencias autodestructivas– así como también un deber: aquél que obliga a exponer nuestras certezas como medio para fortalecer nuestras convicciones.
*Profesor en Filosofía y Doctor en Ciencias Sociales. Docente universitario. Investigador de Centro de Estudios sobre el Mundo Contemporáneo de la Universidad Nacional de Tres de Febrero (UnTreF).