Cuando tenía doce años, en pleno auge de los videoclubs, con mis hermanas solíamos alquilar una película de Disney cada semana. Cuando llegó el turno de Los tres caballeros, no pude disimular mi decepción.
Argentina había quedado fuera de ese trío de amigos formado por los Estados Unidos, Brasil y México. Siempre me pregunté cuál habría sido la razón para que Argentina no hubiese sido considerada suficientemente “amiga” de los Estados Unidos, a los ojos de Disney, para tener un rol protagónico en la película.
Ta vez fuese porque pensaban que tenía rasgos culturales menos marcados que los otros dos países latinoamericanos. Tal vez, por la cuestión demográfica: Brasil y México tenían –y tienen aún– mucha más población que la Argentina. O tal vez, haya otra explicación.
El filme animado fue estrenado en 1944, en pleno apogeo de la II Guerra Mundial. Brasil y México ya habían exhibido su apoyo a los aliados: Brasil fue el único país sudamericano en enviar tropas, mientras que México fue un importante abastecedor de petróleo a los Estados Unidos durante la Guerra, y sufrió las consecuencias. Varios barcos mexicanos fueron hundidos en el Golfo de México por las fuerzas alemanas. Argentina, en cambio, le declararía la guerra al Eje recién en marzo de 1945, a escasos meses de su finalización.
La peligrosa estrategia de desinformar
En ese año, 1945, el enfrentamiento entre el embajador de los Estados Unidos en Argentina, Spruille Braden, y el entonces Coronel Juan Domingo Perón alcanzó su punto culminante, a través de la sonora campaña impulsada por el militar argentino: “Braden o Perón”. Las paredes de Buenos Aires estaban empapeladas de afiches con esa supuesta dicotomía. Hoy, setenta y seis años más tarde de ese enfrentamiento, parecemos estar viviendo una nueva campaña de antiamericanismo, resumida en otra falsa dicotomía implícitamente impulsada por algunos sectores del oficialismo: “Pfizer o glaciares”. La pregunta a formularnos es, por lo tanto, ¿de dónde surge ese sentimiento antiamericano, tan arraigado en algunos sectores de la política y la sociedad argentina, que los lleva a tomar decisiones irracionales en materia de política exterior, política económica e, incluso, política sanitaria?
Tal vez la desafortunada frase del Presidente Alberto Fernández sobre el origen de los argentinos, los mexicanos y los brasileños contenga algunas pistas para responder a esta pregunta. A pesar de la torpeza injustificable de la frase, en algo tenía razón Fernández cuando intentó defenderse al sostener que la metáfora utilizada tiene cierto predicamento entre los argentinos. Y es que buena parte de ellos, históricamente, se ha sentido “diferente” a sus vecinos latinoamericanos, como herederos no solo de una genealogía distinta sino, además, de un legado cultural eminentemente europeo. Se han sentido siempre un bastión de Europa y, por lo tanto, de Occidente en América. En el imaginario local, el único país que podría disputarle esa supuesta preeminencia es los Estados Unidos. Desde finales del siglo XIX hasta el primer tercio del XX, la Argentina se perfilaba como la segunda economía americana, llegando incluso a superar a los Estados Unidos en renta per cápita en los años 1895 y 1896. Es por eso que tantos emigrantes europeos dudaban a cuál de los dos destinos emigrar antes de subirse a los célebres “barcos” de los que, según su presidente, los argentinos descienden.
Cuánto cuesta aportar y retirar plata de las empresas
Hacia la década del 40, muchos sectores nacionalistas comenzaron a abonar la fantasía de que Estados Unidos había despojado a la Argentina de su destino de grandeza y su hegemonía continental. Tal vez haya que ahondar, asimismo, en el nacionalismo ultracatólico para encontrar las raíces de esa aversión al país norteamericano y a los pueblos anglosajones en general que tienen algunos sectores de la sociedad argentina. El rastro de la anglofobia argentina nos lleva ineludiblemente al imperio español primero y luego al imperio francés y su rivalidad con la Gran Bretaña, condensada en la conocida metáfora: la “pérfida Albión” para aludir a Inglaterra y la idiosincrasia de su pueblo. Tanto el nacionalismo español como el francés buscaron contraponer la fe católica de sus habitantes a la inmoralidad de las sociedades anglosajonas y protestantes. La fobia al capitalismo, hoy rebautizada por la izquierda populista como el neoliberalismo, tiene gran parte de su génesis en esa vinculación histórica entre la falta de escrúpulos del libre mercado, que conduce irremediablemente a la explotación de los pueblos, frente a la misericordia a las sociedades mayoritariamente católicas.
Esa idea conspirativa contra los pueblos libres del sur fue incorporada a la narrativa peronista. Rápidamente, comenzó a instalarse la creencia de que los Estados Unidos no solo le habían usurpado su destino manifiesto a la Argentina, heredera por antonomasia de la civilización occidental en América, sino que, además, buscaba subyugarla mediante prácticas comerciales desleales y abusivas. Amparados en las teorías de la dependencia y en los términos desiguales del intercambio, comenzaron a tejer la idea de que, primero Gran Bretaña, y luego sus mejores discípulos, los Estados Unidos, se aprovechaban de la noble y misericordiosa Argentina, a través de un capitalismo salvaje, ejercido por sus empresas transnacionales, en especial, por aquellas dedicadas a actividades extractivas, como el petróleo o la minería, para llevarse las riquezas de los sometidos pueblos de Argentina y América Latina. En contrapartida, les vendían productos industrializados de mayor valor que mediante políticas dirigistas podían ser reemplazados localmente a través de un proceso de sustitución de importaciones. El peronismo soñaba con una Argentina industrial. Y cuanto más pesada fuese esa industria, mejor. La Argentina estaba destinada a construir automóviles, barcos, aviones, centrales nucleares. En ese sentido, uno de los grandes perdedores del modelo industrialista fue el campo. Y las consecuencias de ese desprecio perduran hasta nuestros días en la visión prejuiciosa y hasta peyorativa que tiene el gobierno sobre el sector agropecuario.
Datos de la actividad económica: aún sin un programa, más allá del rebote
La visión conspirativa del imaginario nacionalista de mitad del siglo XX incluía también a la clase terrateniente, la “oligarquía”, a quienes representaban como aliados de los intereses de las grandes potencias y únicos beneficiarios de ese intercambio comercial desigual, destinado a generar dependencia y a subsumir a la Argentina y a Latinoamérica en un conveniente subdesarrollo sin fin, funcional a oscuros intereses capitalistas y colonialistas. Los términos “cipayo” o “vendepatria”, acuñados en esa época, permanecerían en boga desde la segunda mitad del siglo XX hasta nuestros días.
Sin ir más lejos, hay mucho de esa visión conspirativa en el relato oficial acerca del fracaso de la negociación con Pfizer por las vacunas contra el Covid-19. Se advierte, por ejemplo, en el intento de condicionar la importación de vacunas a la existencia de un socio local que, en el mejor de los casos, compense el intercambio desigual que implica adquirir las vacunas a una multinacional con fines de lucro a valor dólar, así como también en la fantasiosa expresión “a cambio nos pidieron los glaciares”. Esta fantasía se encuentra emparentada, a su vez, con aquella otra conspiración según la cual hay oscuros intereses primermundistas que buscan apropiarse del agua dulce de la Argentina y la región, profundizando el expolio y la desigualdad del intercambio.
Esa irracional competencia con los Estados Unidos por la supremacía continental, así como las teorías conspirativas y fantasías que generó a lo largo del tiempo, terminó produciendo una crisis de identidad tan profunda que, paradójicamente, llevó a varios gobiernos argentinos a alinearse con estados que promueven valores opuestos a los occidentales. Durante la segunda mitad del siglo XX, y más profundamente desde comienzo del siglo actual, hemos visto como Argentina se ha alineado cada vez más con países como China, Rusia o Cuba. La incapacidad argentina de asumir realistamente su condición periférica, en términos de Carlos Escudé, la ha llevado a abandonar su herencia occidental para alinearse con algunos de los más acérrimos rivales de Occidente en términos de valores y de principios. La crisis de identidad argentina se traduce, a su vez, en una política exterior errática y contradictoria, a partir de la cual coquetea con países enfrentados a los intereses occidentales pero al mismo tiempo recurre a los Estados Unidos o la Unión Europea en busca de apoyo para las negociaciones con sus acreedores y su crisis económica y sanitaria.
El grado de negación de los sectores antinorteamericanos es tan alto que llegan al extremo de pasar por alto o justificar cuestiones tan innegociables como la violación de los Derechos Humanos, la falta de democracia, la persecución política y hasta la aniquilación de las minorías en los países que consideran aliados. Al mismo tiempo, niegan cuando no cuestionan abiertamente los asuntos que los Estados Unidos y su sistema político, aun con sus falencias, ha logrado resolver, como la pobreza, la desigualdad, el acceso a la educación y, más recientemente, una campaña de vacunación contra el Covid verdaderamente democrática y universal que ha llegado, incluso, a inocular a ciudadanos extranjeros, incluidos muchos argentinos, y hasta ha donado vacunas a países en vías de desarrollo, como la propia Argentina. Este doble estándar no le hace nada bien a la relación bilateral con los Estados Unidos ni a las perspectivas de una inserción inteligente de la Argentina en el mundo. Por el contrario, la aísla cada vez más a nivel continental y global.
La Argentina es un país que pasó en poco más de cien años de ser el país más rico del mundo, a tener a casi la mitad de su población sumida en la pobreza. Las perspectivas para los próximos años no son muy alentadoras. Mientras algunas naciones aplicaron estrategias de vacunación que les permiten con altibajos aspirar a declarar el fin de la pandemia y proyectar un crecimiento económico sostenido, la Argentina eligió una estrategia sanitaria contaminada de una visión ideológica llena de prejuicios extemporáneos, enraizados en sus más neuróticos complejos y creencias. La perspectiva para los próximos meses y años es incierta, lo que impide prever una salida de la crisis sanitaria y económica. Esta lección debería servir al menos para abrir un debate y dejar atrás rivalidades y rencores que no se condicen con una política exterior basada en relaciones maduras y constructivas con potencias como los Estados Unidos y la Unión Europea, de las que deberíamos ser aliados ineludibles. Esto no implica coincidir en todo, pero sí en aquellas cuestiones que para ellas son estratégicas y no negociables. Lejos de implicar una claudicación, refuerzan nuestra identidad y nuestra condición de herederos del legado de Occidente y sus valores, como la Democracia, los Derechos Humanos y el respeto por las minorías. Hasta tanto la Argentina no asuma su esencia y abandone su política errática, será difícil retomar la senda del crecimiento económico con inclusión social al que aspiramos desde hace ya demasiados años.