La irrupción de la pandemia de coronavirus a principios de año impuso un nuevo contrato social en todo el mundo. Como pocas veces, hoy tenemos la oportunidad de asistir a una reformulación drástica de los acuerdos básicos de la sociedad global, en tiempo real. Las teorías contractualistas, de Hobbes en adelante, sostienen que, ante el caos y el miedo que reinan en un estado de naturaleza, los seres humanos deciden ceder parte de su libertad y pactar una serie de normas para autorregularse, a través de la creación de una nueva figura –El Estado, el Leviatán- que arbitra sobre ellos, gobernando, impartiendo justicia, ofreciendo seguridad y asignando recursos en función de las necesidades. Hasta ahí la teoría clásica.
Pero algunos contractualistas contemporáneos, entre ellos el filósofo John Rawls, abordan el contrato social a partir de la tensión entre Libertad e Igualdad. Se preguntan, entre otras cosas, cómo hacer para que la libertad que cedemos al “firmar” el contrato social no genere a la larga un desequilibrio en términos de igualdad entre los ciudadanos. Y, sobre todo, cómo hacer para que el Estado no termine beneficiando en exceso a algunos y perjudicando ampliamente a otros, en forma inequitativa. En otras palabras, se cuestiona cómo hacer para que los que más tienen no reciban aún más y los que menos tienen, aún menos; es decir, cómo construir una sociedad más justa.
Su solución teórica para abordar esta tensión entre Libertad e Igualdad en las sociedades justas, o que aspiran a serlo, es reformular el contrato social, de tal modo que todos sus ciudadanos estén dispuestos a aceptar que cualquier medida de gobierno o política pública que se formule contemple el cumplimiento de un conjunto de derechos mínimos para que la situación de los que segmentos sociales más desfavorecidos no empeore, aunque en el proceso esas medidas puedan beneficiar también a los más favorecidos.
Para explicar su teoría, Rawls recurre a una metáfora, ya utilizada otras veces en Filosofía, aunque no necesariamente aplicada al análisis de políticas públicas, que establece que, con el fin de lograr su objetivo de justicia, sus ciudadanos deberían someterse a una suerte de “velo de ignorancia”, de modo tal que, previo a saber si estarán entre los más favorecidos o entre los más perjudicados, acordasen las condiciones en que las vivirán los segmentos desprotegidos y cuáles serán los derechos mínimos de los que gozarán, partiendo del supuesto de que nadie elegiría racionalmente condiciones demasiado perjudiciales o injustas, sabiendo que podrían tocarle en suerte, aunque a la larga ello signifique también que deban resignar algunas libertades individuales y recursos propios. Los críticos de Rawls plantean que la teoría del velo es demasiado abstracta, demasiado metafórica, tal vez, para ser aplicada a la compleja realidad de la toma de decisiones políticas.
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Hasta que llegó esta pandemia fulminante y su amenaza de llevar a buena parte del mundo y sus habitantes a un nuevo estado de naturaleza, en términos sanitarios y económicos. Esto despertó los miedos más primarios y una mayor predisposición a replantear el contrato social, a partir del “velo de ignorancia” que representa el escaso conocimiento que se tiene aún sobre el Coronavirus y sus consecuencias. Es decir, hoy tenemos la oportunidad de contrastar la teoría del velo con la realidad. En efecto, nadie sabe a ciencia cierta qué lugar ocupará en la asignación, por ejemplo, del tipo de respuesta inmunológica al virus o cuál será la intensidad de la carga viral, antes de contagiarse.
Fue esa situación de miedo primario lo que hizo que, en mayor o menor medida, los ciudadanos aceptaran delegar en el Estado la responsabilidad de organizar la primera respuesta a la amenaza, aunque para ello tuvieran que resignar libertades individuales. Comprendieron, además, que la lógica distributiva de los recursos que se venía aplicando podía ser revisada hasta cierto punto porque, aún con el velo sobre sus ojos, ninguno de ellos sabía tampoco qué lugar ocuparía en la azarosa asignación del impacto económico de la pandemia. En otras palabras, no solo no sabían si adquirirían el virus y con qué grado de intensidad, como tampoco qué pasaría con su ingreso, su puesto de trabajo o su estilo de vida.
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La pandemia tuvo, en ese sentido, un efecto igualador, como pocas veces visto desde, probablemente, las últimas guerras mundiales, puesto que el poder devastador del virus, en el sentido epidemiológico y económico del término, hizo que prácticamente nadie se sintiera enteramente exento de verse impactado. Esto explica, en buena medida, el grado de conmoción que el virus provocó en todo el mundo y la predisposición que existió en un principio a avalar explícita o implícitamente la respuesta del Estado ante la crisis.
Pero como casi siempre ocurre frente a cada fenómeno nuevo, con el tiempo, los ciudadanos fueron acostumbrándose a convivir con la realidad incipiente y a perderle cierto temor. Y, sobre todo, a experimentar en carne propia o, al menos, a anticipar qué lugar podían llegar a ocupar en su caprichosa -y no tanto- asignación de consecuencias. Independientemente del segmento social al que pertenecieran en forma previa a su irrupción, y en función del impacto que sufrieron en su salud o en su economía, hoy se encuentran redefiniendo el grado de libertad individual y de recursos que están dispuestos a resignar ante la pandemia. Dicho de otro modo, como el presagio de un eventual regreso a cierto estado de naturaleza no se cumplió del todo, su amenaza ya no es tan atemorizante, y la figura protectora el Estado no es percibida de manera tan abrumadoramente necesaria como antes.
Esto hace que ese nuevo contrato social, surgido en las etapas iniciales de la pandemia, se resquebraje, como hemos visto en las marchas y manifestaciones públicas de las últimas semanas. Lo que demuestra que el contrato social no es un fenómeno estático, sino que se está reformulando constantemente, a veces en forma más drástica y acelerada; otras, en forma más lenta y menos traumática. En todo caso, aún es pronto para saber cuáles serán sus características distintivas durante los próximos años. Sin embargo, no deja de ser un proceso digno de ser observado y analizado, mientras ocurre ante nuestros propios ojos.