OPINIóN
Ensayo

Coronados de fobia miramos. (Est)ética del terror pandémico

Cuesta creer que algo de lo que nos pasa ahora haya pasado antes —que exista la historia en tiempos de excepción— pero el himno que entonamos cada noche se estrenó por estas fechas.

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Aislamiento social | Two Dreamers / Pexels

Cuesta creer que algo de lo que nos pasa ahora haya pasado antes —que exista la historia en tiempos de excepción— pero el himno que entonamos cada noche se estrenó por estas fechas. Con matices, claro: en 1813 no hubo virus que impidiera la ya icónica tertulia en lo de Mariquita, y hoy guardamos distancia de balcón; el corte imperio ha mutado en jogging; las patillas de prócer, en selvas trastornadas. Entonces Blas Parera ejecutó, con el purismo de quien la había compuesto, la parte para pianoforte; ahora, al menos en mi cuadra, un track con tintes metaleros la subvierte por obra y gracia del estéreo con subwoofer de un centennial. Clásico es lo que aguanta no sólo el tiempo sino el contraste, pienso, y en eso el himno es nuestro hit indiscutido. Así y todo, no lo canto. Tampoco aplaudo a los héroes y víctimas del SARS-CoV-2. Comparto (a qué aclararlo) el deseo de unión a la distancia, de resistencia simbólica, de homenaje a los que resisten en serio. Lo que me inquieta no es el gesto sino su estética.

Pienso en el cine de terror. Ésta es la primera en una larga saga de pandemias que justifica la imagen; para la última gran peste —la de la mal llamada gripe española—, el terror cinematográfico había dado pasos heroicos pero cortos, mudos, incoloros y casi siempre locales. La sociedad moderna, en cambio (la debordiana), permite que el terror se prolongue, se escuche, se vea y se esparza casi más en las pantallas que en las calles. Y el terror de turno es ante todo audiovisual.

En su clásico tratado sobre el género, Noël Carroll afirma que los monstruos son no sólo peligrosos sino impuros porque viol(ent)an límites conceptuales. Tarman, por caso, está vivo y muerto; Freddie Krueger acecha dentro y fuera de nuestros cuerpos (de nuestras mentes, dirán los cartesianos, pero soy materialista); Regan es y no es el demonio babilónico Pazuzu. Se trata de entes contradictorios, o en el mejor de los casos, ambiguos. Lo mismo puede decirse del virus: como Tarman, es una especie de muerto vivo; como Freddie, es capaz de existir dentro y fuera nuestro; como Pazuzu, es un “otro” que se funde con su huésped y lo altera. Hay monstruos que nacen no de esta fusión de atributos dispares sino de su fisión en el tiempo —Jekyll y Hyde— o el espacio —Dorian Gray en carne y hueso y en óleo sobre tela—. El virus es un dignísimo ejemplo de fisión espacial: cada célula infectada es capaz de producir millones de copias del patógeno, potenciando la figura victoriana del doble sin tufillos moralistas. Esta masificación del monstruo aumenta, además, el terror que nos causa: no es lo mismo un zombi que un ejército de zombis, aunque ninguno sea particularmente auspicioso.

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Habrá quien diga que en mi afán comparatista estoy forzando una idea, que el medio audiovisual no cuadra con un monstruo “silencioso e invisible”, pero el virus no lo es: lo agrandamos mil veces bajo el microscopio (la magnificación es otra forma del miedo), y aunque no podamos detectarlo a simple vista, lo hacemos a través de sus efectos. Carroll habla de metonimia terrorífica para referirse a aquellos casos en los que no es necesariamente temible o impuro el monstruo, pero sí lo que genera —como Mycroft en La cabaña mágica, que con su pinta de buen vecino conjura babosas gigantes, manos que sangran, y columnas de humo negro en una novela casi tan aterradoramente mala como él—. No podremos ver ni oír realmente al virus, pero vemos la fiebre en los ojos y oímos la tos. El monstruo es su cuadro clínico.

También es su circunstancia, que al menos hasta acá le ha hecho honor a lo mejor del género. Según Carroll, hay cuatro grandes hitos en las tramas de terror más acabadas: aparición, descubrimiento, confirmación y enfrentamiento del monstruo. Primero se establece su presencia en pantalla, a menudo en forma de misterio: en diciembre, la filial china de la Organización Mundial de la Salud alertó sobre un puñado de casos de “neumonía viral de etiología desconocida”. Tras los primeros estragos del monstruo, alguien lo identifica: en enero, un grupo de científicos aisló un nuevo tipo de coronavirus. A medida que aumentan las víctimas, los detectores del monstruo deben verificar su existencia o peligro frente a los escépticos, que suelen ser figuras de poder: en febrero, antes de hablar de guerra, nuestros líderes hablaron de farsa e infodemia. Cuando el riesgo se torna innegable para (casi) todos, se lo enfrenta de manera sistemática. Hallamos dos formas de hacerle frente al SARS-CoV-2. La primera fue comprar máscaras, trajes espaciales y respiradores; testear vacunas y tratamientos; montar hospitales de campaña y cavar fosas comunes. La segunda fue darle la espalda: en marzo, medio mundo entró en cuarentena, sembrando áridos paisajes de horror post-apocalíptico.

Más sets que paisajes, pienso, porque entonces la historia del virus dejó de parecerse a una película de terror y se convirtió de lleno en una. De pronto, además de quienes enfrentaban al monstruo en calles y hospitales, estaban quienes lo miraban desde sus casas, a través de una pantalla. Al partir flancos de combate para aniquilarlo, lo engendramos como espectáculo. La cuarentena dejó así actores y audiencias, y al hacerlo, también dejó dos clases de miedo.

Pandemia…y después

Carroll distingue entre el terror liso y llano del personaje de una película del género y el “terror-arte” del espectador. El primero le teme al monstruo porque cree, con razón, que éste lo puede herir; el segundo sabe que no —el monstruo es, al fin y al cabo, ficticio—, pero le teme porque imagina cómo sería si lo hiriera. Además, mientras el personaje lucha contra el monstruo, su miedo es urgente: cada segundo cuenta a la hora de salvar su vida o la de otro; quien lo mira a través de la pantalla, en cambio, siente algo más parecido al suspenso: sin necesidad de actuar, evalúa los posibles resultados del enfrentamiento y a lo sumo sufre cierta inquietud. Acá pasa igual. Actores y audiencias le temen al SARS-CoV-2, pero le temen distinto: con convicción urgente unos, con ideación ansiosa otros (cierto, el virus no es ficticio para nadie, pero para aquellos que pueden quedarse en casa, es como si lo fuera: el riesgo de contagio es mínimo).

Lo que me inquieta del rito nocturno, ahora lo entiendo, es su parodia involuntaria de la unión: si en tiempos como éstos no nos une el espanto, no puede unirnos nada —ni el amor sincero del aplauso—. Como al virus, mirar a héroes y caídos a través de la pantalla sin siquiera comprender su miedo es restarles entidad; es darles un valor casi exclusivamente cinematográfico. Y así como el estatus ficticio del monstruo nos hace sentir no terror sino “terror-arte”, la cada vez más tenue realidad de sus víctimas genera no empatía sino una suerte de “empatía-espectáculo”: los aplaudimos como al final de una función, nuestros balcones devienen palcos. La emoción es genuina, intachable, pero al fin y al cabo estética, porque ya no responde a personas sino a personajes.

 También es, mal que nos pese, reaccionaria. Fredric Jameson habló del potencial utópico del cine de catástrofe, en que virus y asteroides fomentan la hermandad global; hace poco Žižek lo mentó para afirmar, con insólita ilusión, que el SARS-CoV-2 era nuestra catástrofe utópica —nuestra oportunidad de repensar los fundamentos del capitalismo—. Yo, en cambio, me quedo con el rey del género que me ocupa: según Stephen King, la ficción de terror es tan conservadora como un banquero en terno porque introduce al monstruo para que ansiemos el regreso a la normalidad; frente al horror más descarnado, el status quo no pinta tan mal. Resistir, en este contexto, no es rebelarse contra el orden establecido sino aguantar hasta que vuelva.

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No deja de ser irónico que quienes llamamos a esa resistencia con mayor fervor (quienes podemos darnos el lujo de esperar y entonar y aplaudir) seamos, en gran parte, los beneficiarios del orden. Tampoco que nos conmovamos en el encierro: “emoción” viene de emovere, que es un moverse hacia afuera. Ahora que no podemos movernos —hacia los héroes, hacia las víctimas, hacia un post-apocalipsis justo— nos emocionamos. No está mal per se, repito, y la intención es buena, pero temo que suplante al verdadero movimiento cuando haga falta actuar en pos de los perjudicados, de quienes no pudieron #quedarseencasa y se quedaron en el camino. Que la emoción no justifique entonces la indolencia de clase; que aplaudir no sea otra forma de lavarnos las manos.