OPINIóN
sabotear el acuerdo de paz

Terrorismo de Estado en Colombia

1-11-2020-Logo Perfil
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Si miramos a la izquierda, vemos a los insurgentes. Si miramos a la derecha, vemos a los paramilitares. Si levantamos la vista al cielo para rogar a Dios, vemos los helicópteros del Gobierno”. Esta frase se recoge en uno de los informes del Secretario General de Naciones Unidas, publicado hace catorce años, sobre los derechos humanos de los desplazados internos en Colombia. Era en pleno auge de la popularidad de Álvaro Uribe Vélez, en 2006, recién reelegido presidente con una mayoría abrumadora y gracias a su proximidad con estadounidense redefinía un Plan Colombia que, con más de 10.000 millones de dólares transformaría las capacidades de la fuerza pública. Durante ese período, fueron asesinados a mano de agentes del Estado 6.402 civiles inocentes que fueron presentados ante la opinión pública como falsos exguerrilleros.

Por aquellos años, existía un profundo rechazo hacia las guerrillas, especialmente a las FARC-EP, tras el fracaso del diálogo del Caguán, bajo la presidencia de Andrés Pastrana, entre 1999 y 2002. Uribe, conocedor del contexto que heredaba lo tuvo claro desde el principio. Como me comentó una vez en una entrevista en 2015, el problema no era el conflicto armado, pues éstas solo surgen en contextos de dictaduras. Colombia era una democracia formal y, por ende, su problema era el narcoterrorismo.

Esta transformación discursiva era mucho más que un artificio semántico. Era negar la dimensión estructural de la violencia y la corresponsabilidad del Estado, así como desconocer el conflicto armado y, por tanto, negar su significado político. Ante esta tesitura, no sólo se obviaba cualquier posibilidad de negociación, sino que la aspiración máxima del Estado era la derrota de las guerrillas.

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A tal efecto, el fin justificaba los medios. Había que evitar cualquier atisbo crítico, y todo cuestionamiento a la política de seguridad era susceptible de ser considerada como colaboracionismo en favor de la guerrilla. Este fervor patrio se logró instaurar en gran parte de la sociedad con la colaboración de los medios de comunicación afines al uribismo que constantemente informaban de nuevos golpes a las guerrillas y evocaban una imagen casi mesiánica de Uribe.

Al interior de las Fuerzas Militares hubo batallones que no dudaron en asociarse contra el paramilitarismo, en tanto que compartían al enemigo común: las guerrillas de las FARC-EP y el ELN. Incluso, a partir de la directiva 029 de 2005 promulgada por el entonces ministro de Defensa, Camilo Ospina, se llegaron a reconocer remuneraciones por las bajas de miembros de los grupos armados.

Así se fue consolidando un contexto óptimo para materializar una política de seguridad que, lejos de ser democrática, se sirvió del terror, patrimonializó sus instituciones, y operó bajo una peligrosa máxima simplista: primero la seguridad, después, llegado el caso, el resto de derechos. De esta manera quedaba justificada la alianza con grupos paramilitares u hacer uso de un aparato de inteligencia para realizar escuchas ilegales y obtener pruebas para presionar las voces críticas de periodistas o magistrados.

Mientras, se cometían, al menos 6.402 asesinatos de civiles inocentes que, gracias a la labor de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), hemos sabido que fueron perpetrados por agentes del Estado y presentados como falsos exguerrilleros. Este actuar violento, impune y deliberado, en nombre de la institucionalidad bajo la presidencia de Álvaro Uribe, debe ser definido como terrorismo de estado.

Tal vez, por ello es que Álvaro Uribe –una suerte de Fujimori colombiano- y el actual presidente, Iván Duque, como buenos saboteadores del Acuerdo de Paz, siempre se han mostrado contrarios a respaldar cualquier institución que tenga como cometido saber qué sucedió durante los años más duros del conflicto armado en Colombia.

*Iinvestigador postdoctoral de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.
(www.latinoamerica21.com).

Producción: Silvina Márquez