OPINIóN
ECONOMISTA DE LA SEMANA

Una agenda posible para el día después

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Precios. Un amplio consenso político es clave para un plan anti inflacionario. | juan obregón

Comencemos con un supuesto: en 2022 el covid logra controlarse y, de este modo, los impactos negativos sobre la economía se vuelven desdeñables. Inicia la pospandemia, terminan las restricciones para innumerables actividades y los gobiernos vuelven a ocuparse de sus asuntos centrales. Desaparece la causa covid como argumento para esquivar las mejoras en la calidad de las políticas públicas y, además, en el caso argentino para no abordar los problemas económicos de fondo que, en una palabra, pueden resumirse en una elevada y persistente inflación desde más de una década. 

Pero antes de 2022 están las elecciones de noviembre, en las que el gobierno pone en juego un menú económico modesto, basado en un mix de dólar y tarifas anclados, cierta recomposición de ingresos y más obra pública. El minipaquete electoral aumentará el déficit primario y los pesos en la calle en momentos de temporada baja de liquidación de dólares y mayores pagos al exterior, quizá con algo menos de inflación. Cuánta distorsión en los precios relativos se acumulará hasta noviembre es difícil de precisar, pero indudablemente las correcciones poselectorales serán necesarias. Los resultados pueden también hacer su parte, dependiendo de cómo se interpreten y de las primeras reacciones del gobierno hacia ellos. Nada se puede descartar, aunque puede evitarse una devaluación de shock en cualquiera de las alternativas, por supuesto sí y solo sí prevalecen la racionalidad y las señales adecuadas. 

El delivery de la economía poselectoral dependerá de la agenda que marque el gobierno tras las elecciones. La necesidad de cerrar un nuevo acuerdo con el FMI en el primer trimestre del año próximo -ratificada por la propia vicepresidenta una semana atrás- es, en tal sentido, muy relevante porque establecerá las condiciones de borde de esa agenda. Qué condicionalidades se establecen (nivel de déficit, de acumulación de reservas, de expansión monetaria, de inflación) y qué reformas estructurales se acuerdan, si las hubiere, ya esbozan un camino. Tanto para la Argentina como para el Fondo alcanzar un acuerdo (algún acuerdo) es mejor que no hacerlo.

La ventaja de ese acuerdo es que la agenda que lo subyace tendrá que pasar por el Congreso para su sanción. ¿En qué sentido es una ventaja? En que la construcción de una agenda posible para el día después, que empiece a ordenar la gobernabilidad de la segunda etapa de la administración Fernández, requiere de una firme decisión política, de gobierno y oposición, para sostenerla no menos de una década, el plazo máximo de un acuerdo de facilidades ampliadas con el FMI.

Dicho de otro modo, alcanzar un acuerdo con el Fondo puede constituirse en el punto de partida para que la política, desde el Parlamento, comience a construir los consensos básicos para encarar un programa económico consistente que frene la inflación. 

Todos los países que la derrotaron lo hicieron siempre a través de acuerdos políticos y sociales más o menos explícitos y/o institucionales que dieron credibilidad a las políticas desinflacionarias. Nunca funcionarios iluminados en soledad o recetas mágicas que la pulverizaran de la noche a la mañana. Siempre la decisión política de los oficialismos para negociar y sostener los acuerdos, incluyendo a los sectores empresarios, sindicales y de los movimientos sociales. El tiempo es un insumo crítico en los programas de estabilización, y para que esté garantizado, el único canal posible es un amplio consenso. La razón es simple: en las transiciones hacia inflaciones más bajas, siempre hay costos sociales por compensar.

La actual inflación no es la misma que se padecía en los años ochenta, aquí y en otras latitudes. Lidiar con 500 o 600% de inflación demandaba shocks que incluían largos congelamientos de precios y salarios, megadevaluaciones y tipos de cambio fijos para estabilizar las expectativas. Nada de esto es necesario hoy. Los ingresos de las familias vienen castigados desde 2018. Con alguna recomposición inicial y compromisos para que los salarios se ajusten según la inflación futura (más baja) podría alcanzar. El tipo de cambio real podría estabilizarse en niveles algo más elevados, pero sin requerir una devaluación violenta como paso previo a la desinflación. Una política antiinflacionaria de shock clásica sería muy nociva para la actividad económica.

La construcción de consensos también debe alcanzar al plano fiscal y monetario, hoy un desafío central dadas las enormes limitaciones para emitir pesos. Detrás del déficit público existen intereses sectoriales concretos que deben ser coordinados desde y por la política con negociaciones y acuerdos. En los 15 puntos del PIB que aumentó el gasto primario en quince años subyacen demandas y necesidades de todo tipo: movimientos sociales, jubilados, exceptuados de impuestos (como la justicia), subsidios a distintas actividades productivas. 

Además, toda experiencia exitosa de control de la inflación ha requerido del apoyo externo para fortalecer las reservas del Banco Central y estabilizar así las expectativas. Es el único reaseguro para administrar el tipo de cambio (bajando fuertemente la brecha), mejorar lentamente los ingresos reales y suavizar los costos sociales mientras desacelera la inflación. La posibilidad de fondos frescos dentro del nuevo acuerdo con el FMI luce poco viable. Líneas de financiamiento directas de algunos países, como se rumorea, podrían contribuir. La extrema sensibilidad de los mercados financieros respecto al cumplimiento de los pagos futuros de las deudas exige que un plan antiinflacionario contenga algunas certezas sobre el flujo de dólares disponibles para los próximos años. 

La agenda del día después, si los consensos sectoriales llegaran a ser amplios y estables, podría incluso sumar proyectos que movilicen al menos parte de los dólares atesorados en cajas de seguridad y el “colchón”. Son alrededor de US$ 170.000 millones fuera del sistema, improductivos, una reserva de valor de generaciones de argentinos que, frustradas ante las expropiaciones inflacionarias, siguen confiando en monedas de otros para blindar el futuro. Quebrar esa lógica es un desafío que la política debe empezar a asumir más antes que después.

*Economista y presidente de Analytica.