OPINIóN
Víctimas y victimarios

Una perimetral no se le niega a nadie

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Efecto en cadena. La denuncia falsa genera una nueva violencia. | shutterstock

El sistema de protección contra la violencia familiar prevé dispositivos de resguardo para las víctimas, usualmente mujeres y niños. Con una simple declaración, el denunciante logra que en plazos inusitadamente breves, se decrete una prohibición de acercamiento y contacto del presunto agresor. (“Presunto”, porque tales medidas se dictan casi siempre solo con los dichos del denunciante, sin prueba alguna).

Por esa anomalía estructural aparecen rendijas legales que activan mecanismos de protección sin razones objetivas. No se trata de un inocente rinraje procesal, sino de algo peor: la puesta en marcha de un procedimiento diabólico en el que la denuncia y la condena son simultáneas.

La confrontación entre la realidad y la narrativa habitual de los falsos denunciantes revela una paradoja: lo verdadero suena ficticio y lo ficticio parece verdad. Como le gustaría a Richelieu, es el mal muy bien hecho.

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Las denuncias falsas son, en lenguaje millennial, falsas mal: además de destruir vínculos parentales, se valen de relatos que agravian la salud mental o moral del denunciado. Sus efectos son inmediatos y devastadores, mientras la verdad llega tarde y la reparación es siempre insuficiente.

¿Por qué prosperan todas las denuncias? Porque el sistema, diseñado para actuar como un disyuntor (“primero cortamos la corriente y después vemos”), se vuelve poroso y admite también falsedades, animadas por miserias humanas que van de la extorsión al resentimiento. Así, la denuncia falsa genera una nueva violencia, esta vez auténtica: la que padecen el progenitor inocente y el hijo injustamente separado.

Las denuncias falsas y las medidas que generan, responden a patrones inconfundibles: léxico común, relatos similares, pruebas ausentes, evaluaciones de riesgo alarmistas e inexistencia de técnicas de evaluación de verosimilitud. Todo confluye en un corte de vínculos generalmente prematuro, con vocación de perpetuidad.

Esa incapacidad de distinguir lo verosímil de lo verdadero consume recursos y desprestigia al sistema. Ni la magia ni el derecho ofrecen soluciones para reparar la falla de fábrica que este sufre. Existen, en cambio, caminos para mitigar sus efectos.

Por empezar, en numerosos casos, la prohibición total de comunicación es injusta e innecesaria. Regímenes de contacto asistido o de comunicación virtual supervisada ofrecen protección, sin suprimir del todo el vínculo. Pese a que los tribunales se resisten a implementarlas, el sentido común indica que esas soluciones ayudan a equilibrar mejor la seguridad y la continuidad afectiva.

Aún más absurda es la restricción que impide al progenitor recibir información sobre la salud, la educación u otros aspectos de la vida de sus hijos. La ley reconoce ese derecho y solo lo limita de modo excepcional. Sin embargo, muchos denunciantes aprovechan la cautelar para expandir su posición dominante en el conflicto y bloquear información. Al mismo tiempo, por ignorancia, por solidaridad, o por temor, los terceros involucrados –docentes, médicos, terapeutas– se alinean en esa conducta reticente.

En el campo judicial, es imperioso que el denunciado insista en el aseguramiento del pleno ejercicio del derecho de defensa en sus muy diversas expresiones: ser escuchado por el juez, objetar la restricción injustificada de informes médicos y psicológicos, cuestionar el valor probatorio de los dictámenes de los terapeutas de las partes, reclamar el redimensionamiento de las medidas a las particularidades del caso, exigir que el progenitor conviviente cumpla con el deber de información, etc.

Una perimetral no se le niega a nadie. Pero cuando el derecho de defensa de los padres y el de los niños a mantener el vínculo son sacrificados sin discernimiento, la protección se convierte en castigo.

* Abogado especialista en derecho de familia.