POLITICA
Opinión

Alberto Fernández debe ponerse la gorra de Luis Espinoza

El presidente no puede ser indiferente al problema de la violencia policial después de prometer terminar con los "sótanos de la democracia".

Alberto Fernández con Brian Gallo
Alberto Fernández con Brian Gallo. | Cedoc

Ahora que estamos encerrados y miramos el fin del mundo por streaming en pantallas rectangulares, resulta difícil distinguir la realidad de una serie de Netflix. Pero no, la realidad está ahí y es real: un patrullero quemado, cien patrulleros quemados. Es fácil ver, con cierto extrañamiento, las escenas surrealistas un Estados Unidos en llamas —otra vez— por la violencia racial y policial: la Casa Blanca apagada, el McDonald's encendido en llamas, los enfrentamientos, los policías arrodillados en repudio al homicidio, los blancos disfrazados de Joker en medio de las protestas. Lo difícil de mirar es el video del asesinato de George Floyd, y más difícil es entender cómo pudieron matarlo a plena luz del día, con testigos, porque sí, aplastándole el cuello con una rodilla. Mucho más difícil es escucharlo pedir que no lo maten. "No puedo respirar", dijo Floyd. Es exactamente lo mismo que dijo seis años antes Eric Garner, otro afroamericano asesinado a plena luz del día, con testigos, porque sí. Unos meses después de la muerte de Garner, la ciudad de Ferguson también se levantó en llamas cuando se supo que no se juzgaría al policía que le disparó a Michael Brown, de 18 años, también a plena luz del día, porque sí. Estados Unidos tuvo esta semana cien Fergusons y lo que extraña al espectador desde las pantallas rectangulares no es lo que está pasando, sino que haya pasado tantas veces de Martin Luther King para acá, que siga pasando sin que nada cambie. Que la policía mate a hombres afroamericanos desarmados porque usan capucha, o pasaron por un negocio que después fue asaltado, o porque sí. Que esa misma policía mate a tres afroamericanos por cada víctima blanca, que nunca se juzgue o condene a los homicidas, que los afroamericanos representen 13% de la población total del país pero el 33% de la población carcelaria.

Donald Trump se pelea con los gobernadores, militariza el conflicto y lo aprovecha para hacer campaña de una elección que tranquilamente puede ganar a pesar de todo esto. Se confirma que Floyd murió de asfixia y que las cámaras de los policías no estaban prendidas. Se suman al caos, sin solución de continuidad, los "antifa", los hackers de Anonymous, los choferes que atropellan manifestantes y los policías que agreden periodistas. Mientras todo esto pasa en una pantalla rectángular y a ocho mil kilómetros de distancia, puede ser fácil olvidar que tenemos nuestra propia historia larga de violencia policial, nuestro propio racismo sistémico (que de tan negado es omnipresente), nuestro gatillo fácil de cada día que de tan frecuente ya ni indignación genera.

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El último exponente es Luis Espinoza, un peón rural de 31 años que salió el viernes 15 de mayo con su hermano para visitar a su madre en Tucumán, hasta que se encontró con un grupo de policías y no se lo vio más. Apareció una semana después, en un barranco de Catamarca, muerto por un tiro de arma reglamentaria en el omóplato. Por el caso hay nueve detenidos. Pero ni siquiera es el último: este sábado 30 de mayo murió Lucas Adrián David Barrios, de 18 años, después de un "confuso episodio" en la Isla Maciel: recibió 18 disparos de parte de un agente de la Policía Federal, que supuestamente sufrió un intento de asalto cuando Barrios iba a venderle una Playstation. El 5 abril, la Policía de San Luis detuvo a Florencia Magalí Morales, empleada doméstica de 39 años, por circular a contramano en bicicleta mientras iba a trabajar: apareció colgada horas después, en un falso suicidio y con signos de autodefensa, en la Comisaría 25 de Santa Rosa del Conlara. Son solo tres de los más de 7.000 casos de gatillo fácil que la Coordinadora contra la represión policial e institucional (Correpi) contabiliza en Argentina desde 1983. Mientras tanto, la Policía de Chaco sigue atacando, reprimiendo y amenazando a la comunidad qom. Y Luis D’Elía sigue preso por tomar, hace 15 años, una comisaría en protesta por el homicidio policial de Martín "Oso" Cisneros.

La violencia policial es tan común para los que la sufren como indiferente para el resto. El oficialismo habla poco y nada del tema, mientras que el bolsonarismo local festeja y viraliza el hashtag "Argentina Supports Trump". Solo los macristas culposos reclaman por estos casos, después de avalar cuatro años de gatillo fácil en el país y varios más en la Ciudad de Buenos Aires. Incluso el PRO, partido que preside Patricia Bullrich, sacó un comunicado "contra la violencia institucional", declaración que podría parecer una joda si no fuese un exceso de cinismo. Desde el macrismo piden que se le de la misma entidad a Espinoza que a Santiago Maldonado, después de encargarse durante meses de ensuciar y justificar su muerte. No son equivalentes Espinoza y Maldonado, en principio porque no hubo funcionarios nacionales organizando los operativos represivos como sí lo hizo el Ministerio de Seguridad de Bullrich, y en segundo lugar porque se apartó y se está investigando a los policías involucrados en lugar de ascenderlos. Nada de eso quita que haya sido una desaparición forzada seguida de muerte, por lo cual el Estado es responsable.

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Decíamos acá mismo, hace tres años, que la violencia policial es endémica a todos los gobiernos, un problema anterior incluso a esta democracia. Lo que define a cada gestión es cómo reacciona a ese problema. Poner a esas mismas fuerzas de seguridad a controlar la circulación de toda la población durante la cuarentena complicó aún más esa situación. Puede haber sido el mal menor ante una pandemia inédita que provocó una crisis económica global, pero no podía ignorarse que brindar discrecionalidad solo iba generar más violencia. El manejo de la situación sanitaria no puede seguir postergando el problema y un espacio político supuestamente progresista no puede mantenerse indiferente al tema.

Alberto Fernández debería ponerse la gorra (metafórica) de Luis Espinoza. Como hizo en octubre pasado con Brian Gallo, el presidente de mesa discriminado por usar la misma gorra que llevan tantas víctimas de gatillo fácil. Cuando asumió, el presidente prometió terminar con los "sótanos de la democracia". Hablaba del espionaje y la justicia: debería incluir también el sótano de la violencia policial. También prometió "levantar a los caídos". Debería sumar a Gladys, madre de Luis, que además de reclamar justicia pidió ayuda para sus nietos que quedaron sin sustento. Alberto tuiteó anoche sobre la represión a los Qom, pero no dijo nada de Espinoza ni de los asesinados por manos policiales. Mantener ese silencio implica perpetuar esas injusticias.