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Cómo se vivió el terror de la dictadura en el interior del país

Las matanzas se sucedieron desde Ledesma, en Jujuy, hasta Gobernador Gregores, en Santa Cruz. Toda la historia. Galería de imágenes.

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| Cedoc

El fusilamiento de siete detenidos en las afueras de un pequeño pueblo del sureste cordobés durante la última dictadura, simboliza cómo el terrorismo de Estado se filtró por todas las cicatrices del país, que fueron construidas en una historia signada por la violencia.

El hecho en cuestión es la denominada “Masacre de Los Surgentes”, ocurrida el 17 de octubre de 1976 en Los Surgentes, cuando un grupo de tareas perteneciente al II cuerpo del Ejército trasladó a unos detenidos desde la ciudad de Rosario hasta ese pueblo de la provincia de Córdoba. Allí, en un descampado, una balacera terminó con la vida de siete jóvenes que quedaron apilados (literalmente) hasta el día siguiente.

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Una pila de cadáveres ametrallados de gente “desconocida”, a la vera de un apacible pueblo. El acontecimiento es parte de una época tremendamente violenta.

En esos años, las escaladas de violencia en todos los rincones del país eran consideradas como sucesos propios de una “guerra” entre bandos “políticamente opuestos”.

Los habitantes de pueblos como Los Surgentes podían atribuir esa demencial violencia desatada como algo propio de las grandes ciudades, lugares donde, históricamente, “ocurrieron” los acontecimientos de trascendencia.

Pero si en ciudades clave como Buenos Aires, La Plata, Córdoba o Rosario, la situación de los familiares de personas detenidas y desaparecidas era de por sí desconcertante en el sentido de la nula información que el aparato estatal en su conjunto les brindaba, en las regiones alejadas a esos polos de conflicto la situación que se vivía, bien podía ser considerada como de “ignorancia”, justificando de alguna manera las sensaciones de no saber en absoluto lo que estaba ocurriendo o simplemente interpretarlo como algo que pasaba “de costado”, que se leía en algunos diarios de gran tirada o en los escuetos y poco creíbles informes televisivos. La radio, que tenía mucha más llegada a poblaciones “alejadas”, se acopló obligatoriamente a esa lógica de la información recortada o tergiversada.

Sin embargo, el teatro de operaciones que ofreció el interior del país posibilitó a los militares desplegar una poderosa maquinaria, tanto logística como brutalmente violenta en pos de aniquilar de manera fulminante a los movimientos armados, las guerrillas, como así también todas las personas consideradas por ellos como “subversivos”.

De esta manera, es inquietante cómo fue la relación entre las poblaciones del “interior” del país con el accionar del terrorismo estatal durante la última dictadura, donde se conjugó una mezcla de inocencia evidente con –y al mismo tiempo– un temor intencional de saber lo que estaba sucediendo. “El silencio es salud”, se podía escuchar, paradójicamente, de las bocas de quienes defendían la incursión del terrorismo estatal por aquellos años. Evidencia explícita a lo que significaba “saber algo”.

La pila de muertos por fusilamiento que apareció a los ojos de un pueblo “analfabeto” de querer y poder saber (como en tantos otros pueblos) lo que ocurría en esos momentos es la imagen más cabal, la más elocuente, de que el terror reinó en todas partes, no sólo en las ciudades importantes.

Una pila de muertos, de muertos fusilados, en el centro mismo de la Argentina, en el campo, a metros de un pueblo silencioso, es quizás la representación más espeluznante de nuestra historia. Sobre todo, si el esclarecimiento de ese caso, el de Los Surgentes, sobreviniera muchos años después. Famaillá, otro pueblo del interior profundo de las provincias, tiene un triste legado relacionado con la historia de la Argentina reciente, ya que en ese poblado se llevaron a cabo los primeros ensayos de lo que fueron, posteriormente, los centros clandestinos de detención (CCD), al ser ese lugar de Tucumán punto estratégico del Operativo Independencia de 1975.

Todo el país fue dividido en zonas militares. Fueron cinco. Fue una verdadera cartografía del terror militar y del poder totalizador que cubrió toda la extensión territorial. Zonas militares controladas tanto por las patrullas militares apostadas en las rutas nacionales, como así también con la colaboración imprescindible que ofrecieron todas las policías provinciales.

En Córdoba, que durante los años de la dictadura fue manejada por la mano de hierro del general Menéndez, recientemente condenado, existió un verdadero corredor de la muerte, que es la ruta que une la ciudad capital provincial con Carlos Paz. Esa cinta asfáltica de sólo veinte kilómetros sirvió de puente para transportar a muchos perseguidos que llegaban al Valle de Punilla a buscar refugios y escondites escapando de las persecuciones militares y policiales.

Sobre esa ruta se apostó el CCD más grande del interior del país, La Perla, donde se estima que se realizaron más de 3 mil asesinatos.

La masacre de Margarita Belén ocurrida el 13 de diciembre de 1976 en cercanías del pueblo homónimo, en Chaco, también se puede analizar como la de Los Surgentes, ya que es una muestra total de la impunidad y de la extrema violencia en ámbitos desolados, con habitantes que prefirieron ignorar lo que pasaba por temor, quizás, a lo que podía significar saber lo que ocurría. A la salud había que cuidarla con el silencio. En Jujuy, los poblados del departamento de Ledesma fueron escenario de los acontecimientos más siniestros y psicológicamente aterradores de la dictadura, cuando más de 400 trabajadores, principalmente del Ingenio Ledesma, fueron secuestrados a lo largo de seis noches, en momentos en que las comunidades quedaban intencionalmente a oscuras, sin luz eléctrica.

Esos sucesos conocidos como “La noche del apagón” no sólo se analizan por el accionar libremente despiadado de las fuerzas militares, sino también por la colaboración que recibieron de los dueños del inmenso Ingenio, que actuó como centro de detención y, además, era el que proveía de electricidad a las poblaciones que lo circundaban.

En el otro extremo del país, el poblado de Gobernador Gregores, en Santa Cruz, tampoco quedó exento del accionar militar al quedar esta pequeña población patagónica bajo la tutela del general Horacio Primitivo Calleja, que controló el pueblo de manera inquisitorial persiguiendo a toda persona considerada “peligrosa”, las cuales en su mayoría fueron los alumnos de la única escuela secundaria que había en Gregores. En el libro La noche del chancho, de la docente Hurí Portela, se relatan esos hechos.

Quizás, y para terminar este paneo incompleto del terrorismo de Estado entremezclado con los silencios de las poblaciones del interior profundo, debamos mencionar, el accionar del CCD La Polaka, cerca de Paso de los Libres, en Corrientes, no sólo por su función, que se asemejó a la de otros centros, sino también por ser pieza clave y nexo del Plan Cóndor al tener en su zona de influencia, el control de las personas que querían salir del país buscando escapar de la muerte segura.

Las fosas comunes con cuerpos no identificados que se siguen encontrando a lo largo y ancho de todo el país, como las de la provincia de Santa Fe, o las del poblado de Chos Malal en Neuquén, también nos muestran la enormidad del terror estatal que reinó en nuestras caras durante más de siete años, terror que se esparció en más de 300 centros clandestinos en todo el país.

Este manto de silencio que cubrió todo el territorio, ya sea por disciplinamiento militar o policial como por un silenciamiento “intencional”, provocó que el desconocimiento de lo que ocurrió no fue sólo a causa del terror militar, sino que es propio de nuestra conducta de no querer saber, por temor a lo que ese saber puede representar provocando una especie de cultura del desentendimiento y un estado de amnesia social poco saludable.

*Historiador.