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El intento de suicidio de Mario Pontaquarto

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| Jos Tolomei

Es la segunda vez que entrevisto a Mario Pontaquarto. En diciembre del 2003 escribí sobre un hombre seguro. Todavía con algún aire de funcionario, se presentaba con un prolijo traje oscuro y estaba decidido a producir el mayor golpe que se recuerde para la clase política: confesar que él fue el valijero de los sobornos del Senado, desnudando así el caso de corrupción institucional más escandaloso de la última década.

Seis años después estoy frente a un extraño. Barba rala entrecana (afeitada para la producción de fotos), una gorra de béisbol descolorida que le da un look entre bohemio y descuidado, jeans gastados y pulsera de mostacillas. Alguien acabado que, admite, se animó a coquetear con el vacío.

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Hace dos meses, su actual pareja, Alcira, lo sorprendió parado en la cornisa del balcón del departamento que comparten en el barrio de Belgrano. Era un domingo a la tarde en el que las cuentas de la vida no le cerraban. Estaba sin trabajo, su familia había quedado destruida después de la confesión (se separó de su esposa Silvana y sus hijos se fueron a vivir a Bariloche), algunas deudas económicas, abandonado por sus compañeros de militancia radical y, por si fuera poco, la causa judicial e la que él había depositado su mayor acto de dignidad estaba frenada desde hacía dos años, a la espera de un juicio oral.

"Ese día sentí en el pecho una presión terrible, que iba a explotar. Se me habían acabado las lágrimas y no me importaba nada. Dije: 'Hasta acá llegué. Nadie va poder decir que no intenté buscar la verdad y que no me jugué'", me cuenta Pontaquarto en un bar. Y agrega:  "Si hubiera tenido un arma, me mataba".

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