POLITICA
OPINION

En calzoncillos

Si Kirchner resolviera reinventarse como estadista, hablaría, admitiría, razonaría y pegaría sus facturas.

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Quizás haya sido un poco excesivo que el maestro Menchi lo dibujara en calzoncillos y, además, con los pantalones a la altura de los calcetines. Pero ese diagnóstico no puede afectar a alguien que viene trajinando los espacios del poder del Estado desde hace dos décadas.

Arrojado a los leones, Felipe Solá padece la inclemencia de Néstor Kirchner.

Inútil esperar que el Presidente procese en público las lecciones del terremoto político de Misiones.

Obviamente, ninguna conferencia de prensa, ni felicitación a los vencedores (el pueblo de Misiones, no el oblicuo y opaco Ramón Puerta). Ni siquiera un comunicado o algún discurso exaltado y agónico. Nada de nada.

El Presidente habla con movidas de palacio. Lo bajó sin ceremonias al dócil jujeño Eduardo Fellner y excomulgó de inmediato a quien, antes de kirchnerista, fue secretario de Estado de Menem durante ocho años.

Por eso, cuando Hermenegildo Sábat lo pintó a Solá en esa poco decorosa posición de pantalones bajos y lienzos al aire, la crueldad puede haber sido evidente, pero su legitimidad es indudable.

Solá no importa en esta instancia, sino unos modos presidenciales que desnudan, con su nada ceremoniosa brutalidad, un ejercicio crudo e inapelable del poder.

En la Argentina gobierna hoy un conjunto de hombres y mujeres que no da explicaciones, ni se angustia por rendir cuentas. De arriba para abajo, prevalece un estilo seco y desangelado: los caídos en desgracia se van sin protocolo ni justificaciones. La medicina, amarga y letal, la consumieron hombres como Gustavo Beliz, Horacio Rosatti y (aunque él lo desmienta) el propio Rafael Bielsa.
Solá será uno más en la caravana de los desafectados, piezas de la política presidencial que caen abruptamente y, como en un film ligeramente bizarro, se alinean en la galería de los precarizados.

Al lado de los funerales reeleccionistas de Solá hay gente complicada que afila aún más sus puñales. Uno de ellos, Aníbal Fernández, avisó casi desde el comienzo de la presidencia Kirchner que quiere el sillón principal de la provincia más importante del país. Es de los que quieren encaramarse en La Plata y seguirá convencido de su vigencia ineluctable.

Lo importante, lo que tiene pesada valencia, es el sistema de acumulación, concentración y preservación de control político en la Casa Rosada.

En un fascinante relato acerca de cómo procesan sus derrotas los grandes estadistas, el más sabio de los columnistas políticos norteamericanos, David S. Broder, contaba un día antes del durísimo revés que le propinó el pueblo norteamericano el martes 7 al presidente George W. Bush, cómo afrontó Bill Clinton en 1994 la pésima noticia de que había sido humillado en las urnas.

Clinton gobernaba hacía apenas dos años cuando llegó el turno de las elecciones de medio mandato para renovar parcialmente el Congreso. Su jefe de Gabinete era el astuto demócrata Leon Panetta. Panetta confesó que nadie imaginaba en la Casa Blanca tamaño revolcón. Durante 40 años los demócratas habían sido mayoría en la Cámara de Representantes (diputados) y Clinton gozaba de una mayoría abrumadora: con 258 bancas, tenía 40 más de las necesarias para ser mayoría.

En esas elecciones, cuando Clinton todavía no era lo que terminó siendo, un formidable presidente, los republicanos lo humillaron y el Partido Demócrata perdió la Cámara, la que recién ahora, 12 años después, acaba de recuperar.

¿Qué hizo Clinton cuando su jefe de Prensa, George Stephanopoulos, le adelantó ese día de elecciones las primeras “bocas de urna”, precedidas por un lúgubre: “Señor Presidente, estamos en problemas”?
Cuenta Panetta que hubo tres estadios de reacción: varios días iniciales de trauma completo, ojos en blanco, reacciones en cámara lenta, “lo mismo que vimos en la cara de la gente luego del desastre del huracán Katrina”.Luego hubo ira, cuando Clinton se preguntaba: “¿Por qué no supimos anticiparnos? ¿Por qué no hicimos nada?”. Después vino lo importante, cuando maduró la pregunta verdadera: “¿Cómo demonios hacemos ahora para que esto funcione?”.

Esta semana le llegó a Bush el momento de digerir la píldora horrible, luego de que los republicanos perdieron la Cámara y se quedaron a punto de perder el Senado.

Tozudo y limitado como es el texano, su reacción exhibe pragmatismo y capacidad de admitir las lecciones: bajó del gobierno al odiado Donald Rumsfeld, el jefe del Pentágono desde que lo acompaña desde el vamos, en el año 2000.

La conclusión es simple: Bush perdió por varias razones, pero principalmente por el pantano fatal de Irak, por los 3.000 norteamericanos devueltos de esos campos de violencia empaquetados en bolsas negras y por los 140.000 aún encallados en una guerra que, así, no se puede ganar.

Bush se desprendió de Rumsfeld por ser símbolo del error y el más enfático propulsor de la aventura bélica.
Además, Bush habló, no se quedó refugiado cuatro días en su rancho de Texas. Enfrentó a la prensa, dio la cara y explicó sus razones y sus argumentos.

En la escuálida política argentina, nuestro Presidente primero permaneció en el sur profundo. Luego, nada hizo por asumir la paternidad de la derrota misionera. No se hizo cargo, ni insinuó tener responsabilidades como mariscal de ese revolcón.
Encaró, en cambio, efectividades conducentes: como lo de Rovira fue un bochorno, se apresuró a quitarle la franquicia a Fellner y a Solá, una manera barata y eficaz de decir que entendió, pero sin explicar nada de por qué se llegó adonde se llegó.

Le pregunta Broder a Panetta: “¿Podría hacer Bush en 2006 lo que hizo Clinton en 1994?”. “Sí, podría, pero hay hábitos difíciles de abandonar”, anuncia, como si estuviera hablando de gente como Kirchner. ¿Qué hábitos? Confiar sólo en la gente leal de su aparato para gobernar, excluyendo sistemáticamente a los demócratas.

Traducido al mucho más patético escenario local, eso implicaría digerir la paliza de Misiones con humildad y grandeza, abandonar conceptos y criterios que hasta aquí le han servido para mandar sin sombras, pero dominando una mayoría aislada, poco querida y recelada.

Como en 1994 y esta semana en los Estados Unidos, lo de Misiones no fue un tsunami irreversible, pero sí un terremoto importante.
Placas tectónicas reacomodadas, nuevos equilibrios geológicos, fragmentos de poder que ascienden y grandes trozos pétreos que caen al fondo.

Si Kirchner ahora resolviese reinventarse como estadista, hablaría, admitiría, razonaría y pagaría sus facturas. Un gran impulso de patriótica virtud podría generar en él modestia y sentido de sus responsabilidades. Tomaría distancia de amigos funestos y compañeros letales, abriría un espacio de robusta madurez democrática.
Puede hacerlo, claro, y lo deseo fervientemente, a menos que prefiera seguir dejando en calzoncillos a quienes le fueron fieles.