Una de las razones por las que los griegos se convirtieron en padres de Occidente se debe al hecho de que no fueran porteños. Entre lo mucho que sabían, resaltaba su particular visión de como debería ser una ciudad. No tan grande que no pudiera ser oída la voz de alguien pidiendo auxilio. O clamando “te amo” (que es lo mismo) Padecían, para su felicidad, de una exquisitez extrema. Por esa fragilidad fue que Roma los borró del mapa y que todos sus descendientes termináramos siendo lo que hoy somos: norteamericanos. A ninguno de esos primeros y notables urbanistas se le hubiese ocurrido mantener una reserva ecológica a simple vista de unos tanques de combustible, jets suspendidos sobre las terrazas de los vecinos y la principal arteria de su respiracion acuática en infarto perpetuo. Les era fácil evitarlo. No eran porteños.
El Riachuelo, el aeropuerto, el arroyo Maldonado, son apenas la puntita del iceberg. Debajo está la usina: la creatividad de tres millones de porteños dispuestos, codo a codo, a probar que pueden ser peores ciudadanos cada día. Lo demuestra la costumbre de echar en todo agujero que aparezca por allí, 3 millones de latas usadas cada día. Una per capita. 90 millones al mes. Más de mil millones al año. Con tales habitantes la Santa Maria del Buen Ayre, Nueva York del Sur, Reina del Plata y otras lindezas se ha puesto invivible. Hace medio siglo Le Corbusier sugirió la volviesen a fundar, pero en el río. De seguir como va, no hará falta: el Plata será su próximo urbanista. Esta tendencia por lo fatal (que incluye lo sucio, lo vociferante y lo abandónico) repone sobre el tapete la duda de si fue bueno o no fundarla donde ahora parece querer desfundarla el desprecio de sus vecinos. (Que para colmo sufren su más alto índice de inseguridad desde que los indios casi manducan al mismísimo Pedro de Mendoza)
Platón y su reflexiva barra no se detendrían ni un segundo aquí para diálogo alguno. Probarían otro sitio. ¿En Córdoba o Tucumán? ¿Puede que en Salta, toda luz? ¿O en La Plata, prisma brotado del tiralíneas de Benoit? ¿O en Berisso, mi pueblo, donde hay más hortensias que pobladores? Lo más seguro es que optase por la única ciudad hoy posible en el mundo: la lineal de los caminos. No aquellos dibujados en el mapa. Los otros. Los no caminados aún. Y si eso es lo que harían los filósofos ¿qué hacemos nosotros emperrados en convertir en necrópolis nuestra metrópolis? De aquella Buenos Aires gema urbana, “capital de un imperio que no fue” para Ortega y Gasset, hoy restan restos. Se diluyó su capitalidad en la medida que los porteños dejaron de vivirla y cuidarla como casa mayor que es. Desde hace ya demasiados años Buenos Aires dormita, desvinculada, ajena, a la espera de que tanto los 3 millones que la duermen como los 7 millones que vivaquean en ella cada día, le acuerden un argumento común. De no lograrse, de aquellos míticos cien barrios porteños quedarán dos: Puerto Madero y la canción de Alberto Castillo.
¿Podrá uno huir de Buenos Aires? En mi caso, lo intento sin suerte. Al nuevo sitio lo tengo entre los ojos. Es un paisaje utópico y próximo a la vez. Nadie habla de él a lo largo de un día. Ni siquiera de un mes. Es, sin embargo, un enclave para meditar a gusto entre variados verdes, pajarería propia y 360 grados de horizonte. Y hasta le cabe un destino eterno “como el agua y el aire” pues a la isla Martín García este verso de Borges la contiene. Suelo flipar con ese barrio imaginario, casi Arca de Noé, desprendido de Buenos Aires. ¿No habrá lugar?
* Especial para Perfil.com